miércoles, 29 de noviembre de 2017

Una vieja aspiración: el idioma universal


Por ENRIQUE WULFF

Desde antiguo, pero sobre todo a partir del Renacimiento, la diversidad lingüística europea vendría acompañada de dos planteamientos relacionados entre sí. Por un lado, las diferentes gramáticas nacionales trataron de establecer las normas correctas para un buen uso de sus respectivas lenguas, para lo cual se partía del modelo latino, considerado como el más perfecto. Pero, por otra parte, no habrían de faltar filósofos que, basándose en los antecedentes griegos, estimaban que existía una gramática común a todas las lenguas, que venía a ser como una estructura subyacente a las formas externas, y que, por tanto, respondía a las leyes universales del pensamiento. Estas gramáticas de corte filosófico solían estudiar el problema fundamentalmente en relación con el latín, al que, por su articulación lógica, se tenía como la concreción misma de esas leyes universales. De ahí a la búsqueda de una lengua universal había un trecho no muy largo, que pronto habrían de franquear algunos anticipadores.

En efecto, en el siglo XVII el logro de un idioma universal, en el que se pudiese expresar todo el conocimiento por medio de nuevos sistemas simbólicos, habría de constituir un tema constante de discusión erudita. Y no otra fue, en verdad, la intención del humanista checo Comenius (1592-1670), que en dos obras —La puerta abierta de las lenguas (1631) y El mundo visible en grabados (1658)—, dedicadas a la enseñanza del latín, trató de conseguir, además de una didáctica moderna, una lengua universal capaz de facilitar la comunicación humana. Tal fue, también, el propósito de Descartes (1646-1716), cuyo arte combinatorio plasmó el intento de crear una lengua algebraica en la que las vocales serían decimales, y las consonantes, números enteros. El mismo espíritu anidaría en proyectos similares del siglo siguiente (Enciclopedia francesa, 1756-1772; Convención Nacional de Francia, 1795). Varias causas abonaban el terreno: el latín había dejado de ser un vehículo universal del saber, la diversidad lingüística era un hecho establecido; el conocimiento humano era cada vez más plural, al tiempo que se multiplicaban los intentos de buscar su unidad mediante las enciclopedias; el análisis matemático y la lógica se ofrecían como instrumentos clasificadores, e incluso la misma escritura ideográfica china se mostraba, según algunos, como un medio que podría facilitar la compresión entre distintas lenguas habladas.

Pero será a finales del siglo XIX y a principios del XX cuando aparecerán una serie de lenguas artificiales que tratarán de lograr un conjunto universal de símbolos que permitan expresar lógicamente todo el conocimiento. El volapük —habla del mundo—, creado en 1879 por el clérigo alemán J. M. Schleyer, pese a la complejidad de su gramática y a la dificultad de reconocimiento de su léxico, llegaría a tener miles de seguidores, que saludaron su nacimiento como la nueva lengua de la humanidad. La aparición del esperanto en 1887 daría lugar, sin embargo, al movimiento más importante que jamás haya tenido una lengua artificial. Su creador el judío polaco Dr. L. Zamenhof (1859-1917), que firmaba su obra con el nombre de Dr. Esperanto —«el que espera»—, estaba movido por el espíritu humanista de lograr la unidad del género humano por medio de una segunda lengua, gracias a la cual sería posible una comunicación sin fronteras de ninguna clase. Otro intento, el ido (1907), cuyo nombre viene de un sufijo del esperanto (derivado de), obra del lógico y esperantista francés Louis de Beaufront, pese a presentar determinadas mejoras con respecto a aquél y a haber tenido cierto renombre, acabaría por desaparecer. Interlingua, o latine sine flexione, como su mismo nombre indica, no era sino una forma simplificada del latín; su creador fue el matemático italiano Peano, quien lo dio a conocer en 1903. A esta lista podría añadirse el Basic English, inglés básico, que en 1932 propuso el británico Ch. K. Ogden; era una reducción del inglés a un vocabulario de 850 palabras que no llegó a conseguir mucha difusión.

SALVAT, 1981.

 

jueves, 23 de noviembre de 2017

La impostura del independentismo ácrata


Por ESTEBAN VIDAL

En los últimos tiempos hemos asistido a la aparición de algunos fenómenos ideológicos y políticos bastante peculiares de entre los que destaca una particular versión de independentismo, concretamente de carácter ácrata como consecuencia de la asunción de la combinación de la lucha por la liberación nacional con las aspiraciones emancipadoras dirigidas a construir una sociedad sin Estado. Así pues, la primera dificultad que se presenta es la de perfilar los principales rasgos que caracterizan a este fenómeno, lo que únicamente es posible realizar a partir del discurso que desarrolla.

El fenómeno del independentismo libertario se da en diferentes lugares pero ha arraigado de un modo bastante notorio en Cataluña, lo que indudablemente está vinculado a la emergencia del nacionalismo como movimiento político de masas y el surgimiento de distintas versiones de esta ideología política de entre las que este tipo de independentismo es una forma específica. Al margen de las diferentes asociaciones, organizaciones, individualidades y demás colectivos partidarios de una independencia de Cataluña sin Estado, destaca de manera especial la organizada en torno a la plataforma por el No-Sí, cuya posición fue expresada en el manifiesto «La vía revolucionaria del No-Sí. Manifiesto por la independencia sin Estado». Se trata de una combinación sui géneris de liberación nacional de Cataluña mediante su independencia del Estado español y la creación de un espacio político y geográfico sin Estado en esta zona. Es, como sus propios partidarios la definen, una «tercera vía» para el pueblo de Cataluña frente al estatismo catalanista y españolista.

Lo particular de esta propuesta política que puede ser catalogada como una forma de independentismo libertario, es el hecho de que se presenta como una alternativa revolucionaria dirigida a llevar a cabo una abolición progresiva del Estado a favor de una nueva institucionalización democrática de la sociedad. En lo que a esto respecta la propuesta gira en torno a la necesidad del pueblo catalán de librarse del Estado español sin caer por ello en la creación de un nuevo Estado, en este caso catalán. Así pues, la liberación nacional respecto a la opresión ejercida por el Estado español es planteada a través de la independencia de Cataluña, pero una independencia sin Estado. Significa, entonces, la separación de Cataluña del resto del Estado español y la simultánea abolición de las estructuras de poder estatal que gobiernan a los catalanes para, de este modo, desarrollar otras estructuras de carácter popular que permitan el autogobierno del pueblo catalán.

Así las cosas, cabe preguntarse dónde radica la impostura de esta forma peculiar de independentismo. Esta reside en dos aspectos de esta propuesta política y social para Cataluña y que son las que atañan a los fines y a los medios para llevarla a cabo. Aunque los medios están estrechamente vinculados a los fines que inicialmente se plantean conseguir, parece que es importante antes que nada dilucidar lo que entraña esta propuesta en la medida en que plantea que la solución de los problemas de los catalanes comienza por su independencia del Estado español, y la conformación de un espacio político en Cataluña sin Estado. Esto significa convertir la liberación nacional en el eje central de toda esta propuesta, lo que es tanto como considerar que la liberación de los catalanes se materializa a partir del momento en el que las estructuras del Estado, en este caso del Estado español, son abolidas en lo que hoy es Cataluña. En la práctica esta propuesta se reduce a abolir el Estado español en Cataluña, al mismo tiempo que sus partidarios abogan por el desencadenamiento de procesos de independencia semejantes en otros lugares del mundo. De este modo a lo que se aspira es a la propagación de procesos de liberación nacional a lo largo del mundo que permitan la independencia de otros pueblos respecto a la dominación a la que están sometidos por los restantes Estados.

Así planteadas las cosas la propuesta no tiene mucho de revolucionaria en tanto en cuanto no se propone la destrucción del Estado como tal, y sobre todo de los Estados a un nivel mundial, sino simplemente la independencia de poblaciones en determinados territorios para liberarse de la dominación de un Estado concreto. Por tanto, la liberación, además de ser definida fundamentalmente en términos nacionales, se alcanza como parte de un proceso secesionista en el que la libertad es definida en términos de no dependencia. Digamos que la libertad del pueblo, una vez alcanzada la independencia, termina donde comienza la autoridad del Estado español. Esto no sólo es insuficiente sino que es irreal. Ningún pueblo puede aspirar a la libertad sólo mediante su secesión respecto a un Estado, lo que únicamente supone la abolición de ese Estado en el territorio que ocupa ese pueblo concreto. Ningún pueblo puede considerarse verdaderamente libre mientras otros pueblos, a su vez, están sometidos a la dominación de ese mismo Estado o de otros Estados. Constituye un error ideológico y político definir la libertad en términos nacionales, pues ello conduce a que la libertad sea concebida de un modo particularista, exclusivista, localista, chovinista e incluso podría decirse que corporativista. La libertad de un pueblo se realiza junto a los demás pueblos, lo que pone de relieve la importancia del internacionalismo, de manera que un pueblo llega a ser libre cuando los demás pueblos son igual de libres que este. Sin la libertad de los demás pueblos ningún pueblo, tomado individualmente, puede llegar a ser enteramente libre. Esto es lo que pone de manifiesto la estrechez de miras y el egocentrismo inherente al nacionalismo como formulación política, y destaca la importancia no sólo del internacionalismo sino también de la necesidad de abolir todos los Estados en el mundo entero como contenido esencial de todo proyecto verdaderamente revolucionario.

Bakunin, en su conocida obra Dios y el Estado, afirmó lo siguiente: «Yo no soy verdaderamente libre más que cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igual de libres que yo. La libertad de los otros, lejos de ser un límite o una negación de mi libertad es, al contrario, su condición necesaria y su confirmación». Basta con sustituir al individuo por el pueblo en esta cita para comprender que la libertad no es concebible en términos exclusivos para un solo pueblo, sino que esta sólo es realizable en el marco de un proceso de liberación más amplio, a escala mundial, dirigido a la destrucción de todos los Estados. La revolución, entonces, no puede limitarse a una determinada población y territorio sino que exige su generalización y expansión a lo largo de todo el planeta. La revolución necesita ser mundial. Es ilusorio y equivocado pretender abolir el Estado español únicamente en Cataluña y que, al mismo tiempo, como consecuencia del «vacío de poder» generado por la situación resultante, se obvie la existencia de otros Estados que inevitablemente tratarán de aprovecharse de la situación al buscar ocupar ese espacio para rentabilizar políticamente la debilidad del Estado español. En el fondo de todo esto se encuentra un planteamiento ideológico que consiste en circunscribir la lucha de clases a un marco nacional, en este caso Cataluña. En última instancia se trata de la reproducción de unos viejos esquemas políticos que tienen su origen en la primera mitad del s. XX, y que cristalizaron en China durante su lucha contra la ocupación japonesa. El marxismo maoísta dio prioridad a la contradicción nacional por encima de la contradicción de clase, de forma que su propuesta política significaba que sólo a través de la liberación nacional era posible superar la contradicción de clase para lograr la emancipación popular, lo que necesariamente sólo podía darse en el marco político de China. Los independentistas libertarios en Cataluña reproducen la misma lógica.

La anarquía es inconcebible como un escenario político, social y económico circunscrito de modo exclusivo a la población de un determinado territorio. La anarquía sólo es concebible para el conjunto de la humanidad, como aquella situación en la que todos los Estados, y consecuentemente toda forma de autoridad, han sido abolidos junto a aquellas otras estructuras de opresión que estos se encargan de sostener como ocurre, por ejemplo, con la propiedad privada. Por esta razón la formulación política de la libertad que desarrolla el independentismo libertario tiene un grave defecto de base, y este no es otro que definirla en términos nacionales y de esta manera equiparar la libertad y emancipación popular con la liberación nacional. El independentismo ácrata, entonces, se propone un objetivo tan limitado como es la abolición de la autoridad del Estado español en Cataluña, y no la abolición del Estado español en su totalidad junto a los restantes Estados. La libertad como tal no es realizable única y exclusivamente en Cataluña, incluso en una Cataluña sin Estado. Sólo es realizable de manera parcial en el transcurso de una lucha revolucionaria mundial que tenga como finalidad la destrucción de todos los Estados sin excepción, y consecuentemente la extensión de la libertad a otros pueblos y territorios que se encuentran sometidos a la dominación de otros Estados. Esto es así debido a que la libertad alcanzada en aquellos lugares donde el Estado es abolido es una libertad incompleta mientras otros pueblos permanezcan subyugados por otros Estados, y siempre permanecerá bajo la amenaza que dichos Estados representan.

Una revolución de corte emancipador no es concebible única y exclusivamente en un solo territorio, sino como un foco más de una revolución mundial dirigida a subvertir el orden internacional con la destrucción de los Estados. Tanto por razones de eficacia como por motivos morales la revolución y la liberación popular no pueden quedar encerradas en el marco territorial de un determinado pueblo, como puede ser el catalán. Si bien sería deseable que el Estado español fuese abolido en Cataluña sin la reproducción de ninguna otra forma de Estado en su lugar, ello no sería suficiente mientras existiese todavía el Estado español y los restantes Estados que hoy configuran el sistema internacional. La libertad no se define ni en términos individuales exclusivistas ni en términos nacionales, sino que por el contrario es una cuestión colectiva que afecta al conjunto de la humanidad. La libertad se realiza enteramente cuando las estructuras de poder, con sus correspondientes relaciones de dominación y explotación, son abolidas. Esto es logrado cuando todos los individuos y pueblos que conforman la humanidad dejan de estar sometidos a cualquier forma de poder. Mientras tanto, en el transcurso de la lucha revolucionaria por la emancipación, sólo existe una libertad parcial, incompleta y limitada que puede darse en diferentes escenarios, allí donde el poder ha sido abolido o se encuentra en vías de ser abolido.


Por otra parte hay que añadir que el independentismo libertario incurre en otra impostura no menos llamativa en relación a la cuestión de la autodeterminación de los pueblos. Sobre esto ya se ha dicho algo en otro lugar. Pero en cualquier caso merece la pena destacar que la autodeterminación como tal constituye una capacidad fruto de una conquista revolucionaria en la que el pueblo, tras la destrucción del Estado y de todas las estructuras de dominación adyacentes a esta institución, detenta la soberanía de manera plena. Debido a esto la autodeterminación únicamente puede ser ejercida como un proceso llevado a cabo de abajo arriba por la propia población a través de sus órganos decisorios, las asambleas populares soberanas, de cara a determinar cuáles serán sus relaciones con otros pueblos. Por esta razón resulta chocante que en medios pretendidamente libertarios, aunque ubicados en el marco ideológico del independentismo, equiparen la autodeterminación con la celebración de un referéndum cuando este método constituye la forma de represión dictatorial máxima y más dura contra la libertad de expresión de la voluntad popular, y que históricamente ha servido, y aún sirve, como un instrumento del que las elites se valen para ratificar decisiones ya tomadas. Todo esto únicamente refleja la asunción de los planteamientos democraticistas puestos en boga por la burguesía, y que no hacen otra cosa que equiparar la libertad política con formas específicas de procesos electorales, tal y como ocurre con los referéndums. El resultado, como se ha visto en el procés, es el de reivindicar las urnas cuando estas son uno de los mayores símbolos de esclavitud de nuestro tiempo, lo que ha repercutido en formas de colaboracionismo con el poder constituido y en una contrarrevolución rampante.

En la práctica el proyecto transformador de crear una sociedad sin clases, y por tanto sin Estado, constituye un artificio retórico en el independentismo libertario. Esto es bastante evidente en la medida en que sus integrantes han participado de manera entusiasta en el procés, que es un fenómeno político independentista de carácter inequívocamente estatista. De esta forma el apoyo a la construcción de un Estado catalán a través de los hechos, con la participación en las iniciativas vinculadas al procés, es presentado por estos libertarios como un paso previo y necesario para la emancipación popular. Pero lo cierto es que todo esto nos recuerda a la lógica del marxismo, y en general de prácticamente todos los marxistas de todos los tiempos, que consiste en afirmar de un modo retórico como fin último la creación de una sociedad sin Estado al mismo tiempo que se afirma que para lograr tal objetivo es necesario el Estado, y más concretamente su reforzamiento a través de la dictadura del proletariado. Así, a través de un proceso del todo incomprensible, la liberación del pueblo catalán sólo será posible mediante la creación de un Estado catalán y su correspondiente consolidación para, más tarde, hacer la revolución social en el marco político de este nuevo Estado con la que los catalanes lograrán emanciparse y generar una sociedad sin clases. La revolución y la emancipación son, al igual que en el marxismo, aplazadas a un futuro indeterminado que finalmente nunca llega. Inevitablemente esto nos conduce a que nos preguntemos si quienes sostienen esta argumentación son realmente libertarios o, por el contrario, algo muy diferente.

Así las cosas, la estrategia de una independencia sin Estado no es válida. No lo es, al menos, desde una perspectiva libertaria tanto por la finalidad inmediata de este proyecto como por el procedimiento que se plantea en la medida en que excluye la revolución social, es decir, la ruptura con el orden establecido y la abolición de la sociedad de clases mediante la destrucción, inevitablemente violenta, de todas las estructuras del poder constituido. La libertad nunca ha sido y nunca será votada, del mismo modo que la autodeterminación no es posible dentro del marco político del Estado. Lo anterior demuestra la necesidad de un proyecto revolucionario que recupere la lucha de clases como eje central del conflicto social en el que se enfrentan gobernantes y gobernados, explotadores y explotados, opresores y oprimidos, la clase dominante y la clase sometida. Este conflicto se ubica en un marco más amplio que es el mundial, con lo que cualquier revolución necesita ser pensada en términos mundiales tanto por razones prácticas de eficacia, para que la emancipación impulsada por la revolución logre triunfar, como por razones puramente morales en tanto en cuanto ninguna emancipación es real ni posible si no abarca a toda la humanidad. Una lucha contra los Estados y el sistema internacional que articulan constituye la clave para el desencadenamiento de un proceso revolucionario auténticamente liberador, y consecuentemente inclusivo al abarcar al conjunto de la humanidad, lo que simultáneamente exige incorporar a dicha lucha los principios del internacionalismo y la autodeterminación sin los que es imposible llevarla a cabo.

13 noviembre 2017

domingo, 19 de noviembre de 2017

En plena deriva libertaria


Por TOMÁS IBÁÑEZ

No soy buen conocedor de la historia del movimiento libertario en Cataluña pero imagino que debió haber alguna buena razón para que en 1934 la CNT, que estaba entonces en la plenitud de su fuerza, rehusara colaborar en el intento de proclamar el «Estado Catalán en forma de República Catalana». Tan solo lo imagino. Sin embargo, lo que no me limito a imaginar, sino que estoy plenamente convencido de ello, es que no hay ninguna buena razón para que parte del actual movimiento libertario de Cataluña colabore de una forma o de otra con el proceso «nacional-independentista» protagonizado por el Gobierno catalán, por los partidos políticos que lo sostienen, y por las grandes organizaciones populares nacionalistas que lo acompañan.

Lo menos que se puede decir es que esa parte del movimiento libertario está «en plena deriva» ya que después de haber contribuido a «proteger las urnas» durante el Referéndum que el Gobierno había convocado con la expresa finalidad de legitimar la creación de un nuevo Estado en forma de República catalana, se lanzó, además, a convocar una huelga general en la inmediata estela del Referéndum, con el previsible efecto de potenciar sus efectos.

Esa deriva se reafirma ahora al sumarse a otra huelga general para el 8 de noviembre en exigencia de la liberación de los «presos políticos» originados por la represión que el Estado español en su componente Judicial ha ejercido contra determinadas actividades encaminadas a promover la independencia de la nación catalana y la creación del nuevo Estado.

Ciertamente, esta vez no es el conjunto de los sindicatos anarcosindicalistas los que se suman a esa huelga, pero sí una parte de los sindicatos de la CGT, y de los libertarios integrados en los CDR, «Comités de Defensa de la República» Si ya había manifestado mi «perplejidad» ante la convocatoria de la huelga general del 3 de octubre, esa perplejidad se incrementa aun más al comprobar que esos sindicatos de la CGT y esos militantes libertarios de los CDR van a respaldar la iniciativa de un minúsculo sindicato radicalmente independentista, la «Intersindical-Confederación Sindical Catalana», que lanzó la convocatoria y que solo ha recibido el respaldo de las dos grandes organizaciones independentistas catalanas que agrupan de forma transversal sectores populares y sectores burgueses de la población catalana (Ómnium Cultural, y la ANC).

Nadie duda de que hay que rechazar la represión pero quizás quepa sorprenderse de que ese rechazo solo se traduzca en una huelga general cuando los reprimidos son los miembros de un gobierno junto con los dos principales dirigentes del movimiento civil independentista, limitándose a manifestaciones de repulsa y de solidaridad cuando se trata de otras personas.

Por suerte, en el ámbito libertario siempre se ha sabido evaluar las luchas en función de su sentido político y, en el caso de que esas luchas fuesen reprimidas, se ha sabido activar la solidaridad desde esa valoración política. ¿O es que, todo y condenando cualquier tipo de represión, también debemos movilizar nuestras energías cuando se reprime a los «luchadores» de extrema derecha? Desde un punto de vista libertario cualquier represión motiva, sin la menor duda, nuestra repulsa, pero no implica automáticamente nuestra solidaridad. Además, lo que resulta inaceptable es que se evoquen recientes víctimas anarquistas de la represión para declarar que «esa lista» se ha ampliado ahora con nuevos represaliados que no son otros que los gobernantes detenidos. Imagino que algunas de esas compañeras encarceladas se indignarían al verse amalgamadas con esos nuevos «presos políticos» para justificar de esa forma que ellos también requieren nuestra solidaridad.

La deriva de una parte del movimiento libertario se hace aun más patente cuando se observa que bastantes de sus elementos se involucran ahora en los «Comités de Defensa de la República», originariamente promovidos por la CUP. He sido sensible hasta ahora al argumento de que esa participación era una forma de hacer oír nuestra voz, y de plantear nuestras propuestas en el seno de las movilizaciones populares, con la esperanza de «desbordar» el estrecho sentido independentista de sus reivindicaciones, aunque también debo añadir que esa «perspectiva de desbordamiento» siempre me ha parecido totalmente ilusoria.

Sin embargo, cuando, como me ha ocurrido esta misma tarde, se puede leer en las calles de Barcelona carteles firmados por la organización oficial de los CDR que apelan a «parar el país» el 8 de noviembre como respuesta «al encarcelamiento del gobierno legitimo de nuestro país», la perplejidad ante la incorporación de una parte del movimiento libertario en esos comités no deja de acrecentarse y abre el interrogante acerca de hasta donde llegará «la deriva» de esa parte del movimiento libertario.

El único consuelo que puede quedarnos es que a través de esos comités la politización y la experiencia de lucha adquiridas por sectores de la población, sobre todo juvenil, propicie futuras movilizaciones en otros contextos menos alejados de la autonomía y de la autodeterminación de las luchas que propugnamos desde las prácticas de lucha libertarias.


lunes, 13 de noviembre de 2017

De la utopía a la distopía

«Utopia/Dystopia»
por Dylan Glynn (2010).


Por FRANCESCO MANCINI

Entre los años 1989 y 1991, con el hundimiento del bloque soviético, se ha determinado un cambio de era en el equilibrio y perspectivas del capitalismo moderno y de la humanidad entera que, tras más de setenta años, ponía fin a otro cambio de era: el nacimiento de la Unión Soviética.

Se concluía, de forma poco gloriosa y poco digna, un experimento sociopolítico y económico que, al menos al principio, había suscitado expectativas y esperanzas en la clase trabajadora del mundo entero.

No fueron pocos los que pensaron, o se ilusionaron, que se estaba dando vida a la realización de una utopía: una sociedad de libres, iguales y solidarios, de trabajadores y para los trabajadores, autoproclamada socialista o, forzando el pensamiento de Karl Marx, del que se reclamaban los constructores de la nueva realidad, incluso comunista.

No obstante, los motivos de duda no faltaron, desde el principio.

Si de hecho fueron sin duda numerosas, complejas e intrincadas las causas de la Revolución de Octubre y del nacimiento de la Unión Soviética, por otro lado sin lugar a dudas se situó en el origen de tales acontecimientos el apoyo determinante que el imperialismo alemán prestó a las fuerzas revolucionarias.

Admitiendo sin ningún género de dudas que la Alemania imperial no pudiera albergar, por mínima que fuera, simpatía por las ideas socialistas y comunistas de Lenin, Trotski y compañía, está acreditado que la decisión de financiar y armar a los bolcheviques fue el fruto de un cálculo oportunista y fuertemente obligado, puede que incluso desesperado, del Imperio alemán, que de todas formas se mostró perdedor.

En cualquier caso, de la revolución soviética y su continuación en el segundo conflicto mundial y la llamada 'guerra fría', se origina un ordenamiento mundial bipolar en bloques contrapuestos que, de alguna forma, operó para relativa ventaja de las clases bajas. Entre el bloque occidental, o mejor dicho el estadounidense, y el oriental, o mejor dicho el soviético, se establece una especie de competición cuyo objetivo era, a fin de cuentas, el control de las respectivas clases trabajadoras. Estas podían ser, y eran, explotadas, engañadas, reprimidas en cada uno de los dos bloques, pero hasta cierto límite, no tanto como para correr el riesgo de que se alinearan con la parte contraria.

De hecho, los trabajadores aprovechaban de ambas partes una especie de rédito de posición, que comportaba condiciones verdaderamente muy limitadas y nada óptimas en bienestar y seguridad, pero incomparablemente mejores de las que se han creado con la desaparición del bloque oriental.

Por parte de los vencedores de la denominada 'guerra fría', los derrotados, además de ser objeto de toda suerte de juicios negativos, incluso de orden moral, fueron presentados como portadores de ideologías políticas, sociales y económicas insostenibles y sin posibilidades de aguantar hasta un cierto límite el choque con la dura realidad.

En resumen, prevalece la tesis de que el adversario o, mejor dicho, el enemigo, había perdido porque era portador de conceptos utópicos fuera de la realidad, mientras que lo que se define como capitalismo moderno o régimen de mercado o sistema de empresa resultó triunfador por ser expresión de realismo, racionalidad y eficiencia.

Y, sin embargo, bastaría un mínimo de reflexión para darse cuenta de cómo la Historia ha demostrado ampliamente cuán ficticias son estas reconstrucciones y estas presuntas calidades.

Parece, no obstante, que el asunto no haya sido tomado en consideración, ni siquiera por el venir a menos de una cierta alternativa realista y de un posible término de parangón con el sistema socioeconómico y político vigente.

La Unión Soviética, con su misma existencia constituía a pesar de todos sus límites y defectos, la prueba viviente de la posibilidad efectiva de soluciones organizativas diferentes.

Su desaparición ha comportado para los trabajadores la ausencia de un posible objetivo o referencia política alternativa adecuada a la gravedad de la situación. También, por parte de los mismos que apoyan el capitalismo moderno, la admisión de que se trataba de un pésimo sistema socioeconómico. Un argumento considerado decisivo en su favor ya que, sin embargo, los otros sistemas han demostrado ser peores y, en cualquier caso, perdedores.

El otro argumento es que el beneficio, la empresa, la acumulación y la concentración de la riqueza y del capital presentan innumerables problemas y contradicciones en su funcionamiento, pero constituyen un estímulo potente al desarrollo y progreso de lo que hasta ahora no ha sido posible identificar un posible sustituto capaz de igualar, y menos aún, de superar las prestaciones.

Y todo ello para demostrar cuán fácilmente, como en un relato de Poe, incluso lo que es evidente escapa a la atención y se sustrae a la percepción, por lo que uno se da cuenta inadecuadamente de que también en gran medida el capitalismo moderno ha de considerarse una utopía, con tales y tantos pesados caracteres negativos que ha de caracterizarse como distopía.

No se trata del mero hecho, de constatación banal, de que la versión moderna, globalizada y financiarizada del capitalismo no se ha desembarazado de los aspectos bárbaros y feroces de sus comienzos y de la fase de acumulación originaria. Ni siquiera el esclavismo, la servidumbre de la gleba y el tráfico de carne humana han desparecido; solo han cambiado de forma, objetivos, territorios y sectores de actividad, pero todavía se mantienen vivitos y coleando.

Por otro lado, permanecen inmutables los abusos, las destrucciones, las incongruencias, las contradicciones, la irracionalidad y la ineficacia que en todo tiempo ha caracterizado la estructura y funcionamiento de las varias formas del capitalismo.

Incluso ante macroscópicos fenómenos de globalización y predominio de las finanzas sobre la actividad productiva, permanecen y se multiplican Estados, fronteras, barreras aduaneras, monedas nacionales, banderas, ejércitos, guerras y, obviamente, producción y tráfico de armas.

Por un lado se teoriza, cosa que, por lo demás, no se puede hacer sin observar la estrecha interconexión e independencia de pueblos y economías a nivel planetario, como para dar lugar a un único gran sistema global capaz de funcionar mejor solo en ausencia de conflictos en su interior.

Por otro lado, se debe admitir que todo esto no ha impedido mínimamente que proliferen y se enquisten los conflictos creados, costeados y armados por intereses financieros, aunque formalmente disfrazados de nacionalismo, religión o incluso de choque de civilizaciones.

El capitalismo moderno como utopía negativa

También el capitalismo es portador de una utopía, pero calificable, y por muchos calificada, como negativa, es decir, una distopía.

Lo es, en particular, en la forma asumida a resultas de su triunfo, de su subida al poder en la versión del capitalismo moderno.

En qué consiste tal utopía y la misma legitimidad del uso del término en referencia al capitalismo moderno constituyen, al menos en parte y en medida variable, materia controvertida y fruto de posiciones ideológicas.

La misma definición de capitalismo, como es sabido, es materia de opiniones, divisiones y contraposiciones. No son pocos ni de importancia secundaria los historiadores de la Economía y los economista que, como Fernand Braudel, Luigi Einaudi o Carlo Cipolla, han considerado ambigua tal determinación y suprimible o que, como Karl Marx, han rechazado totalmente la utilización del término por resultar vago, acientífico y precursor de confusión.

Se puede incluso intentar definirlo como un sistema socioeconómico basado en la empresa y el beneficio, y en el que los medios de producción son objeto de propiedad individual o colectiva, privada, pública o mixta.

Obviamente, la definición adoptada no es la única ni, verosímilmente, la mejor posible y, a riesgo de equívocos, comporta implícitamente que la propiedad estatal o incluso pública de los medios sea calificada como capitalismo de Estado y no como socialismo ni, mucho menos, como comunismo.

El carácter utópico, o mejor dicho distópico, del capitalismo moderno se puede identificar en el hecho de que se basa en una tendencia a expandirse indefinidamente, a poder ser al infinito, tanto como para sufrir una crisis cada vez que esa tendencia se detiene o invierte.

La materia objeto de tal expansión puede consistir, según las preferencias, en la acumulación de riqueza, en su centralización, en el volumen de negocios, en los niveles de beneficios y rentas, en los valores monetarios, en el gasto de bienes de consumo, en las inversiones, en la creación de medios de producción u otros.

Cualquier opción parecería confinada en el reino de lo opinable y del condicionamiento político e ideológico salvo por un aspecto. En cualquier caso, el sistema socioeconómico que se denomina, o se califica, como capitalista existe en la realidad y no es simplemente soñado o imaginado, como en general sucede cuando se hace uso del término utopía.

Son, por tanto, evidentes, medibles y calculadas tendencias, efectos más o menos deseados y perseguidos, y resultados calificados como éxitos o fracasos, expansiones o crisis del sistema efectivo en funcionamiento.

Hay que subrayar que en gran parte de los relativos datos estadísticos y contables no se dan grandes divergencias de opinión, y es a ellos a los que se hace referencia.

No es materia opinable sino realidad aceptada oficial y universalmente, la tendencia actual a la cada vez más acentuada acumulación y concentración de la riqueza en un porcentaje exiguo e irrisorio de la población mundial, constituido por las clases negociantes y financieras, y por los ricos y superricos.

Por eso es indiscutible que tal tendencia no ha parado sino que ha acelerado su expansión con la gran crisis iniciada en 2008.

Tal aceleración —y esto tampoco es puesto en duda por nadie— es producida en parte por las políticas llevadas a cabo por los gobiernos de los más importantes países desarrollados o emergentes, a favor del gran capital y, en particular, de las clases financieras y de los bancos de negocios.

Tales políticas, presentadas como medidas anticrisis, han favorecido y exaltado la tendencia al aumento de las desigualdades, ya de por sí parejas al funcionamiento de las instituciones financieras y de negocios del capitalismo moderno.

Otra causa del incremento de las desigualdades en la distribución de la renta y de la riqueza acumulada y concentrada, es el aumento cada vez más anormal y económicamente injustificado de los sueldos de los ejecutivos y consejeros de las grandes empresas financieras y de negocios respecto a la remuneración media del trabajador dependiente.

Por otro lado, supersueldos y demás emolumentos de los consejeros delegados y directivos de alto rango siguen siendo formalmente registrados como rentas del trabajo, cuando en realidad deberían ser considerados sin lugar a dudas como parte de los beneficios.

Otra utopía implícita en el capitalismo moderno es la tendencia al incremento sin límites de los valores monetarios, efecto del modo de ser y de operar de las instituciones monetarias, financieras y de crédito, tanto nacionales como internacionales.

Al comienzo de la gran crisis se tomó conciencia de que gran parte de la vulnerabilidad de los sistemas financieros nacionales y mundiales era debida a la anormalidad del desarrollo de las variables financieras, es decir, al incremento y empeoramiento cualitativo fuera de control de los valores financieros y crediticios, convertidos en múltiplos de dos cifras del Producto Interior Bruto mundial. Rápidamente, tras el inicio de la gran regresión, su valor registró un consistente repliegue, para volver con bastante velocidad a las dimensiones precrisis de los productos crediticios y financieros más o menos derivados, más o menos tóxicos, más o menos opacos y enigmáticos en los contenidos y en los efectos.

A pesar del enorme riesgo que esta montaña de valores y productos financieros comporta, no ha existido una tentativa real y ni siquiera una intención verdadera de establecer reglas y praxis para un eficaz redimensionamiento de tal fenómeno.

Análogamente, no se toma tampoco en consideración el problema del agotamiento de recursos derivado de la proliferación de empresas industriales y de servicios, con la creación de una capacidad productiva total muy por encima de la demanda global.

El solo objetivo de tal multiplicación de iniciativas es aprovechar las oportunidades de mayores beneficios ofrecidas por las normativas complacientes en materia medioambiental, laboral, fiscal, incentivos y apoyos públicos y medidas y maniobras monetarias, crediticias y cambiarias tendentes a violar o eludir sistemáticamente las reglas de la competencia y de la corrección comercial.

Nº 351/352 - octubre/noviembre 2017

miércoles, 8 de noviembre de 2017

'La Revolución desconocida' de Volin

(CENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN RUSA)


En este año se cumple el centenario de uno de los hechos históricos más importantes del pasado siglo XX: la Revolución Rusa de 1917. Y, exactamente, en esta madrugada se asaltaba el Palacio de Invierno de Petrogrado (San Petersburgo-Leningrado) donde fueron detenidos los ministros del Gobierno Provisional, que conllevó a la Revolución de Octubre, fue el inició de la futura Unión Soviética, hasta su hundimiento en 1991. Con la llegada al poder en Rusia de los bolcheviques siguió una durísima guerra civil, los cuales terminaron ganando, y la instauración de una larga dictadura de partido único —rebautizado 'comunista' más tarde—, en nombre de una falsa 'emancipación' de los trabajadores.

A principios del año 1917 Rusia estaba inmersa en la Gran Guerra que asolaba y desangraba Europa, bajo una autocracia cuyo máximo exponente era el zar Nicolás II. El pueblo pasaba hambre y estaba harto de la guerra. En febrero (marzo según el actual calendario gregoriano, ya que entonces el país se guiaba por el anterior calendario juliano, con trece días de retraso) estallaron varias protestas en la capital que supuso el final del zarismo. Esta Revolución de Febrero trajo un régimen parlamentario liberal representado por la Duma, y a su vez los diferentes partidos socialistas (marxistas y populistas) ejercían un contrapoder desde el Soviet de Petrogrado. Este dualismo de poder tuvo consecuencias. El descontento social no amainaba, y los diferentes gobiernos provisionales nunca supieron estar a la altura de las circunstancias. Tras una intentona militar golpista fallida en verano, los revolucionarios fueron adquiriendo más fuerza. Y quienes mejor supieron aprovechar la situación fueron Lenin y sus secuaces en noviembre (octubre, según el viejo calendario).

En estos acontecimientos hubo muchos actores, desde liberales y conservadores, hasta los bolcheviques, pasando por los mencheviques y eseritas o social-revolucionarios. Pero también lo tuvieron los anarquistas. Uno de ellos, Volin, nos lo relató en un libro que escribió poco antes de morir durante su exilio francés, La revolución desconocida. En este libro nos cuenta el papel activo que tuvo el movimiento anarquista ruso; y, en especial, en la última parte, la guerrilla encabezada por libertarios en el sudeste de Ucrania, así como la rebelión de la base naval de Kronstadt que aspiraba a una tercera revolución social.

Hace diez años (desde otro blog) publicamos una primera versión de este poco conocido libro —fuera de los círculos ácratas—, ahora lo reeditamos de nuevo (todavía bajo el nombre del ya inexistente Grupo Anarquizante Stirner, ¡no se cambió en su momento!) para quien lo quiera leer.

Para descargarlo, este es el nuevo enlace:

jueves, 2 de noviembre de 2017

Revista AMOR Y RABIA, nº 70: «Contra el nacionalismo»

En febrero del año 2011 salió, desde Valladolid por la red de redes, en archivo PDF, un panfleto antinacionalista titulado ¡QUE ARDAN TODAS LAS PATRIAS! (OTRA GLOBALIZACIÓN ES POSIBLE), con ese escrito se quiso denunciar como el nacionalismo habría sido asimilado por la izquierda política (mejor dicho, las izquierdas, porque la izquierda no es una sino varias). El movimiento obrero desde tiempos de la Primera Internacional siempre ha pretendido ser internacionalista, como sinónimo de cosmopolita o universal. Internacionalismo entendido como la superación de todo tipo de barreras culturales y nacionales que separan a las gentes, a los pueblos en identidades subjetivas.

El nacionalismo es una ideología, con raíces burguesas, que se complementó en la implantación de la economía capitalista y la formación del Estado moderno. La nueva élite burguesa, que arrebató el poder a las anteriores aristocracias del Antiguo Régimen, necesitó de una nueva fe política que identificase a los gobernados con sus mandatarios, y a esa creencia se llamó patria.

El socialismo se adhirió a un internacionalismo obrero para hacer frente a las nuevas injusticias sociales que salieron de las llamadas revoluciones liberales, revoluciones burguesas ante todo. Cuando alguien mezcló el socialismo con el nacionalismo parió el fascismo, para frenar el avance del movimiento obrero y defender los intereses capitalistas, en nombre de un falso anticapitalismo. La criatura fascista se desmadró y tuvo que ser eliminada por los mismos quienes la alimentaron, tras la II Guerra Mundial.

El imperialismo fue la máxima expresión de ese nacionalismo de las potencias, y a él se enfrentó otro nacionalismo ‘liberalizador’, que no era más que el intento de sustitución del poder por las élites nativas de las coloniales.

Este tipo de nacionalismo ‘liberalizador’ o ‘defensivo’, sirvió de inspiración a otros movimientos políticos y sociales, que dicen defender los derechos de sus respectivos pueblos y regiones, respecto a sus opresivos gobiernos centrales, con la única finalidad de crear sus propios mini-Estados, en nombre del Derecho a la Autodeterminación de los Pueblos o Naciones. Simplemente, para cambiar de amos sin emanciparse de ellos (los autóctonos).

Esta fue la idea, a grandes rasgos, que quisimos exponer en el texto susodicho (y que sacamos en el blog EL AULLIDO: ¡¡¡ANARQUICEMOS, «ANARQUIZAD»!!!, bajo el nombre de Grupo Anarquizante Stirner), también vino acompañado de un número en papel de EL AULLIDO, en abril de ese año que se repartió por varios locales de la ciudad.

En él se atacó directamente los llamados ‘nacionalismos periféricos’ de este país, que se definen como antiespañolistas, debido, en contra de los que mucha gente cree, a que beben de las mismas fuentes racistas y reaccionarias que aquél que dicen osar hacer frente, el nacionalismo español. En una charla que hizo el autor principal de este texto en Toledo, se le echó en cara esto, por qué se criticaba los nacionalismos vasco o catalán y no al español. Por eso, porque nos los han vendido como progresistas y avanzados, cuando en el fondo surgen de las mismas raíces ultramontanas y supremacistas, como denunciamos en el ¡QUE ARDAN...!, los unos no existirían sin el otro, ambos se retroalimentan.

Después de los años, y con lo que estamos viendo últimamente, volvemos a sacarlo como número especial de AMOR Y RABIA. Con diferentes nombres somos la misma gente, nunca nos hemos ido.

¡SALUD Y LIBERTAD!





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