miércoles, 5 de agosto de 2015

La propiedad sigue siendo un robo


A 150 AÑOS DE LA MUERTE DE PROUDHON
TIERRA Y LIBERTAD
(Nº 325 - Agosto 2015.)

Proudhon nació el 15 de enero de 1809, en Besançon (Francia), la misma ciudad en donde vieron la luz Charles Fourier y Victor Hugo, y murió en Passy a los 56 años de edad. Por ser hijo de familia humilde tuvo que dedicarse a trabajar desde su más temprana infancia, oficiando de pastor y otros menesteres de la vida campesina. A los 18 años entró en una imprenta, en la que pronto se hizo cajista y luego corrector. Como siempre había acusado una inteligencia excepcional y un singular cariño por los libros, su nuevo trabajo fue para él una universidad. Con motivo de que en dicha imprenta se imprimió una edición de la Biblia, se le despertó la curiosidad de saber latín. Luego aprendió el griego y el hebreo sobre los mismos textos teológicos para entrar más tarde, con energía y pasión únicas, en el estudio de las graves cuestiones económicas y sociales, en las que tanto había de brillar.

También por una edición de El nuevo orden industrial, Proudhon entró en conocimiento de la obra de su conciudadano Fourier, el cual, a pesar de sus excentricidades intelectuales, no dejó de tener ideas luminosas y anticipaciones ideológicas de verdadero precursor. Como su pasión por el saber era incontenible, pronto adquirió amplísimos conocimientos de todas las ramas del saber humano, pero especialmente de filosofía y economía. De ahí que, aun siendo autodidacta, resultó uno de los hombres que más han escrito, a pesar de que murió en plena madurez. Basta decir que sus obras fueron extensas y numerosas, y que sólo su correspondencia enriqueció y nutrió catorce voluminosos tomos, que al decir de algunos biógrafos es donde está contenido lo más selecto de su fino espíritu y lo más agudo de su ingenio.

Casa natal de Proudhon.

Después de leer a Adam Smith y a otros clásicos de la Economía Política y estudiar la dialéctica hegeliana, arriba al socialismo demostrando escandalosamente «que la propiedad es un robo». Sus tres Memorias sobre el tema de la propiedad, que luego sirvieron como fundamento del socialismo, le originaron persecuciones, procesos, destierros e incluso la suspensión de la beca Suard, que representaba su medio de vida, y que por sus méritos propios obtuvo de la Academia de Besançon. Que sus libros resultaron tremendamente ruidosos en aquella época nos lo prueba el hecho de que, antes de publicar la primera de las Memorias mencionadas, y consciente de cómo sería acogida por los académicos, le decía en carta a un amigo: «He aquí cuál será el título de mi nueva obra, sobre el cual deseo que conserves el secreto: ¿Qué es la propiedad? Es el robo o Teoría de la igualdad política, civil e industrial. La dedicaré a la Academia de Besançon. Este título es atroz; pero no les dejaré medio para que puedan morderme; soy un demostrador, expongo hechos; actualmente ya no se castiga por decir verdades sin herir a nadie, aunque sean molestas. Pero si el título es alarmante, la obra lo es mucho más. Si tengo un editor hábil y que se mueva verás pronto al público sumido en la consternación. Toma la proposición que sirve de frontispicio a mi carta y figúrate verla probada por razón matemática, lo que es mucho más decisivo para los hombres de hoy que por pruebas morales y metafísicas».

Por éstas y otras causas, toda su vida fue azarosa y llena de privaciones económicas, dada su integridad moral, rectitud de carácter e inconformismo con la sociedad burguesa y el misticismo religioso. Era, pues, un indomable que con singular entereza renunciaba a los bienes que le podía proporcionar la adaptación al medio político y social de su época. Para él, por encima de todas las comodidades estaban la razón, la justicia y la verdad.

Proudhon, como precursor del socialismo, precedió a Marx. Mucho antes de que el economista y filósofo alemán entrase en conocimiento de la idea socialista, nuestro hombre había estudiado a Saint-Simon, Owen y Godwin, amén de las utopías que se lanzaran como anticipaciones de lo que debiera ser la sociedad organizada sobre bases de mayor justicia y equidad. Por eso se le consideraba como el escritor más denso de ideas renovadoras; el más avanzado de la época y el que más a fondo removiera la conciencia social de su tiempo. La fuerza activa y fecunda de su concepción consistió en hacer del socialismo un movimiento cuyo porvenir estará seguro con las actividades y desarrollo de la clase obrera y de la producción en su conjunto, cuyas instituciones van abriendo cauce e iluminando un nuevo ordenamiento de la sociedad regida por ese principio moral de la justicia y por las esencias federalistas que concibió él antes que nadie.


Fue un pensador profundo y genial; nos lo prueba el hecho de que sobre su vida y su obra se ha escrito mucho. Su cultura era tan rica que le permitió escribir páginas abordando temas de toda índole: sobre la idea de Dios, sobre la propiedad, la dialéctica, la justicia, la certidumbre, la moral, las costumbres, etc.; pero especialmente sobre economía política, a la que atribuyó tanto función metafísica como práctica. Por eso el 4 de junio de 1847 respondía a objeciones de su amigo Bergman: «Persisto en creer que las cuestiones acerca de Dios, del destino humano, de las ideas, de la certidumbre, en una palabra, que todas las altas cuestiones de la filosofía forman parte integrante de la ciencia económica, que no es, después de todo, más que su realización exterior».

Karl Marx fue un admirador de Proudhon, y probablemente debe su evolución —del hegelianismo al socialismo— a los escritos del pensador francés. Nos lo demuestra claramente —antes de escribir su violenta crítica titulada Miseria de la Filosofía— al reconocer con Engels, en La Sagrada Familia, que ellos encontraron en la obra de Proudhon sobre la propiedad un progreso científico «que revoluciona la economía política y por vez primera hace realmente posible una verdadera ciencia de la economía política»; además, llegaron a declarar paladinamente que nuestro pensador no sólo escribía en interés del proletariado, sino que él mismo era proletario y que su obra era «un manifiesto científico del proletariado francés», de «importancia histórica». Pero todo esto lo dijeron me dio año antes de que comenzaran a redactar la polémica contenida en su agria Miseria de la Filosofía. Es cierto que cuando Marx publicó este libro polémico ya Proudhon había publicado su Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria, pero esta obra no constituía una modificación sustancial de su pensamiento, sino la evolución de sus interpretaciones, que le condujeron directamente a convertirse en precursor del socialismo antiautoritario.


Sin embargo, sépase que Marx, cuando estuvo en Francia, se pasó noches enteras discutiendo con Proudhon, y que más tarde invitó a éste a colaborar en una «correspondencia» que sirviera para «un intercambio de ideas y para una crítica imparcial», porque —escribe Marx— «creemos todos que, por lo que respecta a Francia, no podríamos encontrar mejor corresponsal que usted». Proudhon contestó lo siguiente: «Busquemos conjuntamente, si usted lo desea, las leyes de la sociedad y el modo cómo se realizan, pero, por el amor de Dios, una vez que hayamos escombrado todos esos dogmatismos a priori, no pensemos en cargar al pueblo con doctrinas por nuestra parte. No incurramos en el error de su compatriota, Martín Lutero, que, después de haber derrocado la teología católica, sin perder tiempo se dedicó con gran derroche de excomuniones y anatemas a fundar una teología protestante... Por el hecho de que estemos al frente de un movimiento, no nos convirtamos en jefes de una nueva intolerancia, no nos comportemos como apóstoles de una nueva religión, aunque esa religión fuera la de la lógica, la de la razón». Aquí se trata, como muy bien dice Martin Buber, «esencialmente del modo de proceder político, pero muchas manifestaciones de Proudhon atestiguan que también veía la meta bajo la luz de la libertad y la diversidad». Y el mismo Buber añade que cincuenta años después de aquella carta, Kropotkin resume la idea fundamental del objetivo en estas frases: «El desarrollo máximo de la individualidad deberá ir unido al máximo desarrollo de la asociación voluntaria en todos sus aspectos, en todos los grados posibles y para los fines más variados: una asociación en cambio constante que lleve en sí misma los elementos de su duración y adopte las formas que en todo momento correspondan mejor a las aspiraciones de todos». Es exactamente lo que quería Proudhon en la madurez de su pensamiento.

Es muy posible que Proudhon viese en la carta que le envió Marx, como también en las conversaciones particulares que habían tenido, al hombre que acariciaba el sueño de llegar a ser un redentor mediante la elaboración de una doctrina despótica y centralista que el filósofo francés no compartió. Pero aunque algunos han argüido que la finalidad del pensamiento de Marx no difiere mucho del «utopismo» proudhoniano, no es menos cierto que nuestro hombre no creía en el centralismo, ni tampoco en el salto posrevolucionario vislumbrado por Marx, sino que juzgó que era preciso crear desde ahora el ambiente necesario al cambio que se operará mediante el triunfo de la revolución. Es decir, Proudhon abogaba por una continuidad dentro de la cual la revolución significa solamente el cumplimiento la liberación y ampliación de una realidad que, en lo posible, se ha desarrollado ya.


Enfocándola desde otro ángulo, esta diferencia aún se puede aclarar más, pero como el espacio es limitado nos vemos obligados a dar de lado a más razonamientos para poder tomar nota de algunas ideas esbozadas por Proudhon respecto al socialismo, y que son esenciales para una justa interpretación de sus aportaciones.

En 1844 escribió Proudhon en una carta: «Cuando las contradicciones de la comunidad y de la democracia, una vez descubiertas, corran la suerte de las utopías de Saint-Simon y Fourier, entonces el socialismo, que no es otra cosa que la economía política, se apoderará de la sociedad y la empujará con poder irresistible a su ulterior destino... El socialismo no tiene aún conciencia de sí mismo; en la actualidad se denomina comunismo».

Y hablando del predominio del principio económico sobre el de la religión y del gobierno, dice: «Este principio es el que con el nombre de socialismo removerá a Europa con una nueva revolución, la cual, después de haber constituido la república federativa de los Estados civilizados, organizará la unidad y solidaridad de la especie humana en toda la superficie del globo terrestre». Y después de afirmar que una genuina reforma de la sociedad sólo puede lograrse partiendo de una modificación radical de las relaciones entre el orden social y el político, y de que no se trata de sustituir una constitución política por otra, en vez de la organización política impuesta a la sociedad autoritariamente, es preciso que aparezca una que provenga de la sociedad misma, dice: «La causa primera de todos los desórdenes que afligen a la sociedad, de la opresión de los ciudadanos y de la ruina de las naciones, consiste en la centralización exclusiva y jerárquica de los poderes públicos (...); es preciso acabar cuanto antes con ese enorme parasitismo». Y luego: «Desde la Reforma, y en particular desde la Revolución francesa, un nuevo espíritu ilumina al mundo. La libertad se ha enfrentado al Estado, y desde que se universalizó la idea de libertad se comprendió que no es meramente cuestión del individuo, sino que debe existir asimismo en el grupo».

También, declarándose contra las doctrinas dogmáticas y centralistas, advierte: «Al pueblo le gustan las ideas sencillas, y tiene razón. Desgraciadamente, esa sencillez que busca sólo puede hallarse en las cosas elementales, indisolubles, de principios opuestos y de fuerzas antagónicas. Organismo significa complicación, pluralidad significa contradicción, antagonismo, independencia. El sistema centralista puede ser muy hermoso por su grandeza, simplicidad y desarrollo; sólo le falta una cosa: en él el hombre ya no se pertenece a sí mismo, en él no se siente, en él no vive, en él no es tenido en cuenta».

Mas, como se sabe, el ideal verdadero de Proudhon es la anarquía, o sea, la ausencia de gobierno, el contrato libre en sustitución de la autoridad. Lo demuestra brillantemente cuando afirma: «Habiéndose cambiado la sociedad de adentro afuera, todas las relaciones quedan trastornadas. Ayer andábamos cabeza abajo, hoy la erguimos, y todo ello sin que se haya causado interrupción en nuestra vida. Sin que hayamos perdido nuestra personalidad, cambiamos de existencia. Tal es la revolución en el siglo XIX.

»¿No es, en efecto, la idea capital y decisiva de esta revolución: 'No más autoridad', ni en la Iglesia, ni en el Estado, ni en la tierra, ni en el dinero?

»Ahora bien, no más autoridad quiere decir lo que no se ha visto nunca, lo que nunca se ha comprendido: el acuerdo del interés de cada uno con el interés de todos; la identidad de la soberanía colectiva y de la soberanía individual.

»¡No más autoridad!, es decir, además, el contrato libre en lugar de la ley absolutista; la transacción voluntaria en lugar del arbitraje del Estado; la justicia equitativa y recíproca en lugar de la justicia soberana y distributiva; la moral racional en lugar de la moral revelada; el equilibrio de las fuerzas sustituyendo al equilibrio de los poderes; la unidad económica en lugar de la centralización política. Una vez más, ¿no es esto lo que me atreveré a llamar una conversión completa, una vuelta sobre sí mismo, una revolución?»

Dibujo hecho en su lecho de muerte.

Pero Proudhon demostró ser un gran visionario cuando ya a mediados del siglo antepasado predijo para Europa sistemas parecidos al fascismo y al estalinismo. La amenaza para el futuro es, dice, «una democracia compacta con apariencia de estar fundada en la dictadura de las masas, pero en la que las masas no tendrán más poder que el necesario para asegurar la general servidumbre de acuerdo con los siguientes preceptos tomados del antiguo absolutismo: indivisibilidad del poder público, centralización agotadora, destrucción sistemática de todo pensamiento individual, corporativo y regional (que se considerará perturbador), policía inquisitorial (…) No nos engañemos. Europa está enferma de ideas y de orden; está entrando en una era de fuerza bruta y desprecio de principios. (…) Después empezará la gran guerra entre las seis grandes potencias (...) Habrá una carnicería, y la debilidad que seguirá a esos baños de sangre será terrible. No viviremos para ver la obra de la nueva época; lucharemos en las tinieblas; debemos prepararnos para aguantar esa vida sin entristecernos demasiado, cumpliendo nuestro deber. Ayudémonos unos a otros, llamémonos en las tinieblas, y practiquemos la justicia siempre que haya ocasión. (…) La civilización está hoy en las garras de una crisis a la que sólo puede encontrarse otra parecida en la historia: la crisis que trajeron consigo los comienzos del cristianismo. Todas las tradiciones están agotadas, todos los credos, abolidos; pero el nuevo programa todavía no está listo, con lo que quiero decir que todavía no entró en la conciencia de las masas. De ahí lo que yo llamo disolución. Es el momento más cruel en la vida de las sociedades (…) No me hago ilusiones y no espero despertar una mañana para ver la resurrección de la libertad en nuestro país, como por arte de magia (...) No, no; podredumbre durante un tiempo cuyo fin no puedo precisar y que no durará menos de una o dos generaciones: eso es lo que nos ha tocado en suerte (...). Sólo veré lo malo, moriré en medio de las tinieblas».

He ahí, pues, trazada a grandes rasgos la figura genial del más grande creador del anarquismo.

J. P. V.

sábado, 1 de agosto de 2015

La pobreza del pensamiento islámico hoy

   [Como complemento a los artículos de los compañeros del Colectivo Amor y Rabia sobre el ateísmo en el mundo musulmán...]

Ibn Rawandi.

Por TARIQ ALÍ

Ibn Hazm, Ibn Sina (Avicena) e Ibn Rusd (Averroes) son exponentes de determinadas corrientes de pensamiento semioficiales que se desarrollaron en los primeros quinientos años del islam. Los dos últimos, en particular, arremetieron contra las restricciones de la ortodoxia religiosa; mas, al igual que Galileo siglos después, no optaron por el martirio sino por continuar en vida y proseguir sus investigaciones. Hubo otros pensadores mucho más explícitos que pusieron en cuestión toda la estructura del islam.

El hereje de Bagdad Ibn Rawandi escribió en el siglo IX varios libros donde cuestionaba los principios básicos de las tres grandes religiones monoteístas. Ibn Rawandi fue mucho más radical que la secta mutazilí a la que había pertenecido. Los mutazilíes creían posible combinar el racionalismo y la fe en un solo dios. Algunos rechazaron la Revelación e insistieron en que el Corán no era un libro revelado sino creado por el hombre. Otros criticaron duramente la calidad de su composición, su falta de elocuencia y la «impureza» de su lenguaje. A su juicio, las obligaciones para con Dios eran dictadas exclusivamente por la razón. Los mutazilíes más extremistas censuraban la impiedad del Profeta y que hubiera tenido demasiadas mujeres.

La secta mutazilí empleaba argumentos racionalistas para explicar el mundo, combinando fragmentos de la filosofía griega con especulaciones basadas en sus propios estudios y observaciones. El Corán era ajeno a este proyecto. Los pensadores mutazilíes crearon teorías para explicar el mundo físico: consideraban que los cuerpos eran conglomerados de átomos; establecieron una distinción entre sustancia y accidente; todos los fenómenos eran explicables mediante la inmanencia de los átomos que constituían los cuerpos. Los mutazilíes consagraron muchos esfuerzos al intento de comprender la ubicación de los cuerpos y el movimiento en el universo. ¿Estaba inmóvil la Tierra? Y, en tal caso, ¿por qué? ¿Qué naturaleza poseía el fuego? ¿Había un vacío en el centro del universo?

Es de señalar que, en la primera mitad del siglo IX, esta secta detentó el poder estatal durante treinta años. Tres califas sucesivos, a partir de al-Mamun, obligaron a aceptar a los funcionarios estatales, a los teólogos y a los cadíes que el Corán era una obra humana y no un texto revelado. Los califas ordenaron que se flagelase en público a los teólogos que se negaban a romper con la ortodoxia coránica. Este periodo, en el que se hicieron demostraciones tan poco atractivas del poder de la razón, no tardó en llegar a su fin. Los mutazilíes huyeron a otras regiones del mundo islámico, donde, conscientes de los peligros inherentes a su filosofía, adoptaron una postura más cautelosa.

Es tentador tratar de imaginar qué habría ocurrido si hubiesen permanecido en el poder. Parece evidente que, si sus ideas hubieran evolucionado más, habrían terminado por poner en tela de juicio la propia existencia de Dios. La comparación con los pensadores islámicos del siglo XX, cuyas obras se enseñan en los principales seminarios y escuelas religiosas de El Cairo y Qom, revela que los pensadores del siglo IX eran más avanzados en todos los aspectos. La pobreza del pensamiento islámico contemporáneo contrasta con la riqueza de la que gozó en los siglos IX y X. Pero los imanes que imparten enseñanzas orales en las escuelas-mezquitas de las ciudades de Europa occidental y de Norteamérica probablemente ni siquiera estarían dispuestos a reconocer la existencia de los mutazilíes. Esta mermada perspectiva es una de las tragedias del islam «moderno».

No es de extrañar que en el fértil ambiente intelectual de mediados del siglo IX apareciera una voz crítica como la de Ibn Rawandi. Este pensador hizo reflexiones muy cáusticas acerca de los profetas, incluido Mahoma, las profecías y los milagros. Ibn Rawandi sostenía que los dogmas religiosos siempre eran inferiores a la razón porque sólo ésta permitía alcanzar la integridad y la superioridad moral. La ferocidad de sus ataques sorprendió tanto a los teólogos islámicos como a los judíos, y unos y otros lo censuraron implacablemente. Ibn Rawandi respondió demostrando que los milagros no eran más que trucos de magia. Lejos de excluir a su propia religión de las críticas, argumentó que la Revelación de la que emanaba el Corán era a todas luces una impostura. En su opinión, el Corán no era una obra revelada ni tampoco original. Repetitiva y poco convincente, distaba mucho de ser una obra maestra. Ibn Rawandi fue creyente en la primera etapa de su vida y terminó siendo ateo. Es de suponer que recorrió un camino duro y solitario. No se ha conservado absolutamente nada de su obra original. Lo que sabemos de él y de sus escritos nos ha llegado a través de los textos de los críticos musulmanes y judíos que consagraron tomos y tomos a refutar sus herejías.

El choque de los fundamentalismos
(2002)