domingo, 15 de febrero de 2015

Kropotkin y la teoría evolutiva


La lucha por la supervivencia ha marcado la teoría sintética de la evolución del último siglo, pero Kropotkin, entre otros, cuestionó algunos de los principios sentados por Darwin y Wallace.

ÁLVARO GONZÁLEZ MOLINERO

«Si preguntamos a la naturaleza, ¿Quiénes son los más aptos?, ¿son aquellos que se encuentran continuamente enzarzados en guerra mutua, o son aquellos que se sostienen mutuamente?, de inmediato vemos que aquellos animales que adquiere hábitos de ayuda mutua son indudablemente los más aptos. Tienen más probabilidades de sobrevivir y alcanzar, en sus clases respectivas, el mayor desarrollo de la inteligencia y organización corporal». Así recoge Kropotkin, en su Apoyo Mutuo (1907) la idea central que compone su pensamiento evolutivo. ¿Qué valor tiene repensar hoy en día el pensamiento evolutivo de Kropotkin? Ya en 1846 Marx y Engels decían que «las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes […], la clase que tiene los medios de producción material a su disposición tiene al mismo tiempo el control de los medios de producción mental» y que por tanto «las ideas dominantes no son más que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes». La actual teoría evolutiva denominada «teoría sintética de la evolución», perfilada en los años 30 del siglo pasado, y renovada en los años 80, no es más que la «la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes». ¿Quiere decir esto que estemos aquí desprestigiando toda la investigación llevada a cabo en este ámbito? En absoluto. Pero hay que tener una cosa muy clara: una cosa son los hechos y los datos, y otra cosa muy distinta es el análisis que se realiza de ellos y su interpretación. En otras palabras: el marco teórico o paradigma en el cual «vestimos» nuestras observaciones.

Kropotkin creció en una acomodada familia de la nobleza rusa. En un principio no se mostró interesado directamente por el estudio de la naturaleza, y tampoco había desarrollado todavía sus ideales. Ambas cosas ocurrieron paralelamente cuando fue nombrado secretario de la sección de Geografía Física de la Sociedad Imperial y enviado a Siberia. Esto ocurrió sobre 1870. En 1871 devino la Comuna de París, influenciándolo definitivamente en sus ideas, y la experiencia siberiana. Según sus palabras, la Comuna le sirvió para darse cuenta que el paradigma darwinista de la lucha de todos contra todos, simplemente no era universal: «Kessler, Severtsov, Mensbir y Brandt, cuatro zoólogos rusos muy importantes, y también, Poliakov, un poco menos conocido, y por fin, su servidor, siendo un simple viajero, nos enfrentamos a la teoría de Darwin que sobreestima la lucha dentro de la misma especie. Aquí [en Siberia] lo que vemos es un campo de ayuda mutua, mientras que Darwin y Wallace ven solamente la lucha por la supervivencia. Creo que tal hecho se puede explicar de la siguiente manera: los zoólogos rusos han investigado enormes zonas continentales en la zona de un clima templado, donde se pone de manifiesto y con mayor claridad la lucha de la especie contra las inclemencias de la naturaleza (fríos muy adelantados, tormentas de nieve, inundaciones, etc.), mientras que Wallace y Darwin investigaron mayoritariamente las costas de países tropicales donde las especies abundan mucho más».

¿Una teoría científica influida por el ambiente en el cual se produjo su advenimiento?, ¿ciencia influida por nada que no sea la razón humana? Aquí es donde radica la importancia del legado de las ideas de Piotr Kropotkin sobre la evolución. Nos ofrece una interpretación distinta. Una interpretación que rechaza justificaciones naturalistas del neoliberalismo propias de la teoría sintética de la evolución: «la fórmula biológica del territorialismo se traduce fácilmente en los rituales de la propiedad privada» o «un código ético basado en el código genético, y por tanto justo, es esperable» ambas frases del fundador de la sociobiología, Eward O. Wilson, «tratemos de enseñar la generosidad y el altruismo, porque nacemos egoístas» frase escrita por Richard Dawkins en su Gen egoísta (1976) y «los hombres están en decidida superioridad sobre las mujeres en muchos aspectos» y que por ello «las facultades mentales del hombre estarán por encima de las de la mujer» escrita por Darwin en su Origen del Hombre. Piotr Kropotkin rechaza profundamente estas interpretaciones, que su coetáneo T. H. Huxley se encargó de defender en su época.

Kropotkin en ningún momento rechazó que pudiera existir una «lucha por la supervivencia» y una «supervivencia de los más aptos». Lo que hizo fue expandir la teoría evolutiva hacia un terreno apenas desarrollado. El propio Darwin, hacia el final de su vida, fue incorporando más modos de evolución ante la constatación que la mera «lucha por la supervivencia» no podía dar cuenta de todos los fenómenos observados. Kropotkin se encargó de mejorar la teoría evolutiva de la siguiente forma. Estableció la siguiente dicotomía: I) Organismo contra organismo en el caso de recursos limitados, lo cual nos llevaría a la competencia («lucha por la supervivencia») y, II) Organismo contra ambiente, en caso de ambiente rigurosos, lo que llevaría a la cooperación. En palabras del propio Kropotkin: «la sociabilidad es una ley de la naturaleza como lo es la lucha mutua».

Todavía en la actualidad estas dos formas de ver la biología siguen enfrentadas. ¿Los grupos que cooperan entre ellos presentan ventajas frente a los que no lo hacen y prosperan mejora?, ¿Es posible que la cooperación sea un motor de la evolución como proponía Kropotkin o todo está sometido a una naturaleza intrínsecamente egoísta? La brillante, y recientemente fallecida, bióloga descubridora de la endosimbiosis como proceso vital en la evolución, Lynn Margulis, lo tenía claro: «la vida es una unión simbiótica y cooperativa que permite triunfar a los que se asocian».

(21/12/2013)

martes, 3 de febrero de 2015

Toledo, 3 de febrero de 1522: el fin de los comuneros de Castilla



Aunque la fecha del 23 de abril de 1521 se conozca ampliamente como el fin de la rebelión comunera castellana del siglo XVI, en realidad fue el principio del fin. En esa fecha fueron derrotadas las tropas comuneras capitaneadas por Padilla, que tras su ejecución al día siguiente y la consiguiente rendición de los municipios de la cuenca del Duero, no implicó que todo acabase... aún permanecían las comunidades comuneras al sur del Guadarrama como Madrid, Toledo o Murcia, entre otras.

Tras la campaña del obispo Acuña por Tierra de Campos, la Junta comunera reunida en Valladolid decidió trasladarlo a Toledo, para recaudar los fondos del arzobispado de la ciudad en beneficio de la hacienda comunera. Con la muerte en enero del año 1521 de Guillermo de Croy, quien detentaba el puesto de Arzobispo de Toledo, Acuña disputó la mitra con María de Pacheco (esposa de Padilla y, posteriormente, su viuda) quien propugnaba a favor de su hermano. El obispo Acuña salió de Valladolid el 20 de febrero, recibido apoteósicamente en varias localidades al sur del Guadarrama, se enfrentó con las tropas realistas del prior de San Juan, y sufrió una derrota. Pero con su entrada en Toledo, el 29 de marzo, las masas populares lo aclamaron y sentaron en la silla arzobispal; y lo nombran jefe de la Comunidad, en sustitución de Padilla que estaba entonces en la meseta norte. A pesar de la latente rivalidad, pero no explicita, con la Pacheco y sus correligionarios, en una entrevista entre ambos acuerdan repartirse unos cargos: Acuña se hace con la administración del arzobispado y ratifica su liderazgo, a cambio Padilla sería nombrado maestre de la Orden de Santiago. A pesar de la negativa de los canónigos de la catedral a aceptarle en el cargo. Aunque obtenga parte del tesoro, Acuña aún forcejea con éstos y se acrecienta la división interna entre los comuneros toledanos.

Tras el conocimiento del desastre de Villalar y la ejecución de Padilla, se organizó un duelo colectivo popular en la ciudad del Tajo, participando el mismo obispo ante la casa de la viuda. Con la división del bando comunero, y algunos enfrentamientos y refriegas en esos días, Acuña abandona Toledo a comienzos de mayo de 1521. Dejando que la señora Pacheco se haga con el control de la Comunidad y mantenga viva la llama de la rebelión. Tras la rendición de Madrid el 7 de mayo, Toledo se queda solo como el último foco comunero, avivado por la presencia de la viuda de Padilla.

María de Pacheco (la «leona de Castilla») erigida en auténtica dueña de la ciudad se instala en el Alcazar para organizar la resistencia. El prior de San Juan se aprestó de inmediato para acabar con ella. Durante el verano hubo varios combates entre las tropas realistas (o imperiales) y las de Toledo. A primeros de septiembre da comienzo el asedio de la ciudad comunera; tras la derrota del 16 de octubre se iniciaron las negociaciones entre ambas partes, nueve días después se firma un acuerdo entre los representantes de Toledo y el prior de San Juan. El pacto además de poner fin a la guerra, reconocía los derechos y libertades de la ciudad y aseguraba una amnistía. El 19 de diciembre se rompía tal pacto, el prior ocupaba la ciudad y daba comienzo a la represión. El 3 de febrero de 1522 vuelve a estallar otra revuelta más, hasta ser sofocada en tres horas. Y esto supuso el acto final y definitivo de la rebelión comunera o Guerra de las Comunidades de Castilla, en la misma ciudad donde se inició todo dos años atrás. María de Pacheco huye de Toledo disfrazada, para terminar refugiándose en Portugal, donde murió en marzo de 1531 sin obtener el perdón del emperador Carlos V. Y en marzo 1526 sería ejecutado en Simancas el obispo Acuña, tras protagonizar un intento frustrado de fuga el mes anterior.

La semana pasada se cumplía el 490 aniversario de los sucesos que pusiéron el punto final a esta rebelión. Hecho que fue considerado por muchos como el fin de las libertades castellanas ante el absolutismo regio y la gran nobleza terrateniente. Liberales, republicanos, castellanistas y otros han abogado por ensalzar la mítica figura de los comuneros ejecutados en Villalar y, también, a los posteriormente represaliados como auténticos símbolos de la libertad y de la identidad popular castellana. Por ejemplo, tenemos a la gente de IzCa y Yesca reivindicándolos como luchadores por los derechos del «pueblo trabajador castellano» y dignos de recordar en nuestra memoria colectiva. Aunque durante esta rebelión del primer tercio del siglo XVI hubiese habido una gran participación de «la gente del común», en realidad más que popular fue una revuelta acaudillada por una parte de los sectores privilegiados de las urbes del momento, y atizada desde los pulpitos por los sermones incendiarios de curas y frailes. Fue esta pequeña nobleza, la que componía parte del patriciado urbano castellano, la que verdaderamente dirigió a las masas populares en nombre del llamado «bien común» y bajo el grito de «Comunidad».

Todo comenzaba años atrás con la llegada, en 1517, de un adolescente rey extranjero, acompañado de un séquito de cortesanos flamencos que se repartieron los mejores cargos del Reino y, a su vez, rapiñaban todo lo que podían, produciendo un gran malestar entre los autóctonos. Agravándose con el deseo del rey de recaudar más impuestos para financiar los gastos por su elección al trono imperial, cosa que gustó mucho menos a los castellanos. A pesar del enfado de varias ciudades, el joven rey convocó a Cortes para aprobar las nuevas cargas fiscales en 1520. Dos municipios (Toledo y Salamanca) se negaron a enviar sus representantes para tal farsa; y cuando algunos de los gobernantes toledanos fueron llamados ante la presencia del rey, en abril estalló un motín para impedir su salida de la ciudad. Motín encabezado por uno de sus regidores y capitán de milicias, Juan de Padilla. Rebelión que fue seguida en otros municipios, y dando inicio a la guerra. Guerra que terminó ganando el monarca, cuyo poder central salió más fortalecido, y sus aliados, los grandes señores feudales. Victoria con la que se identifica más tarde como el comienzo del declive de las libertades de Castilla… Pero con la derrota comunera no se acabaron tales libertades, porque, en contra de que se ha dicho y se ha creído, ya no existían o eran raquíticas en una población que mayoritariamente carecía de derechos.

La Guerra de las Comunidades fue una revuelta netamente urbana, aunque acompañada de algunos levantamientos antiseñoriales en el campo, lo que implicó y posibilitó un mayor acercamiento de la alta nobleza al bando real, inicialmente mantuvieron una actitud pasiva. Aunque se pueda simplificar que fuese un enfrentamiento entre el pueblo y la aristocracia, la realidad, más bien, fue heterogénea. Había componentes de los tres estamentos sociales en ambos bandos, con el predominio nobiliario, en uno, y el menesteroso, en el otro. Algo muy similar a las revueltas antiseñoriales y urbanas de siglos anteriores, lo cual de nuevo no tuvo nada.

Varios historiadores han pretendido ver en estos acontecimientos un precedente de las revoluciones modernas. (Incluso la gente de IzCa y Yesca llegan a considerar en un manifiesto reciente: «La Rebelión de las Comunidades es un referente clave, es nuestra primera revolución, nuestra primera organización en lo político, lo social, lo económico, que tiene como sujeto político a Castilla desde un proyecto que pretende dar respuestas a sus necesidades y problemas.») Revoluciones modernas que sólo supusieron el cambio de poder de unas manos a otras. Revoluciones que en nombre del pueblo, la nación, las clases oprimidas o la democracia, auparon a lo más alto a ciertos sectores sociales que tenían una posición social y política secundaria para convertirse en las nuevas élites. La Revolución Francesa dio el poder a la burguesía; las luchas de liberación nacional para sustituir el poder colonial por el de las élites nativas; etc. Algo muy parecido con las sublevaciones medievales de varias ciudades europeas, que dieron paso a mercaderes y campesinos ricos para formar parte de las oligarquías dominantes. Nada nuevo. Padilla y señora, el obispo Acuña, el conde de Salvatierra y otros líderes comuneros eran miembros de las clases dominantes, y al igual que los diputados Montañeses de la Francia revolucionaria de finales del XVIII, se apoyaban en las clases populares para adquirir más poder ante sus rivales. Los comuneros castellanos exigían al rey una mayor participación de los municipios del Reino para la toma de decisiones políticas en las Cortes. Cortes representadas por una minoría respecto a la totalidad. Si en las Cortes de principios del siglo XIV hubo 100 localidades, a finales del siglo apenas eran la mitad, y en el XVI solamente eran 18. Y, prácticamente, ninguna de las exigencias comuneras fue ampliar el número. Exigían participar en el poder político pero sin contar con la mayoría.

Otro factor supuestamente revolucionario fue el de una mayor democratización en el interior de los municipios. El mítico «concejo abierto» era inexistente (solamente existió en el pasado y en localidades pequeñas), el concejo era cerrado y restringido, estaba en manos de unas pocas familias, que conformaban la pequeña nobleza o patriciado urbano, cuyos miembros heredaban los cargos municipales; generalmente se los turnaban o se los repartían entre los linajes y banderías oligárquicas, algo muy parecido al bipartidismo actual. Los anhelos de ciertos sectores populares eran formar parte de ellos, pero no un cambio radical del sistema. Esta oligarquía urbana cuando entraba en conflicto con los grandes, recurría al apoyo de la gente del común, enarbolando el lema del «bien común». Pero otras veces, ante posibles motines populares, recurrían a los nobles. Algo parecido hacían los artesanos y campesinos más ricos respecto a sus vecinos más pobres del mismo estamento, defendían el «bien común» en unos casos y se apoyaban en los oligarcas, en otros, según sus intereses.

«Conocer la historia de aquellas leonas y leones que deben estar en nuestra memoria colectiva de pueblo trabajador castellano para llevar a cabo una nueva Rebelión Comunera» (del manifiesto de IzCa y Yesca)… ¿¡!? Decir que estos comuneros de Castilla, como Padilla y la Pacheco, sean símbolos del pueblo castellano, símbolos de la lucha por la libertad, está completamente fuera de lugar. Si hubiese triunfado su rebelión, no habrían cambiado mucho las cosas, creer en su «revolución» es algo que está fuera de la realidad.

11 febrero 2012

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domingo, 1 de febrero de 2015

Kropotkin en España


No fue en las metrópolis del capitalismo donde se desencadenaron los más importantes procesos revolucionarios. Contrariamente a lo profetizado por Marx, como es sabido y notorio, la revolución se dio en los confines del viejo continente, en Rusia y España, países cuya adscripción a la modernidad no acaba de cuajar todavía, ni siquiera en los últimos años del siglo. Mucho menos, pues, a fines del diecinueve y comienzos del veinte, cuando las posibilidades revolucionarias estaban presentes. En ambos países el movimiento anarquista consiguió, luchando contra las fuerzas que iban a dominar la historia, impulsar formas societarias de democracia directa y poner por obra proyectos autogestionarios. No obstante, los contactos entre los movimientos libertarios ruso e hispánico no proliferaron.

Por lo que hace referencia a Mijail Bakunin, fue en tierras ibéricas donde encontró el mayor fervor popular para su entusiasmo revolucionario, pero personalmente sus contactos con el anarquismo ibérico fueron escasos. En el caso de Kropotkin, que sucedió a Bakunin como figura relevante del anarquismo, sus relaciones con el movimiento libertario ibérico, todo y con ser abundantes, no fueron lo suficientemente estrechas como hubiera sido deseable y conveniente por ambas partes. Empero, el príncipe ruso sí llegó a venir a España; contaba por entonces treinta y seis años y vivía de lleno una etapa consagrada a la agitación. Luego, interesado siempre por los problemas del país, mantuvo múltiples y diversas relaciones con los intelectuales libertarios. De todo ello daremos cuenta en las líneas siguientes.

Una anécdota recogida por Carande puede ilustrar ese carácter en tanto que pueblo —–esto es, no partícipe de los valores dominantes— propio de los habitantes del suelo ibérico. Dice así: «La réplica de Kropotkin, el príncipe anarquista, a la explicación que le daba Castillejos de que la Junta de Ampliación de Estudios enviaba tantos becarios a Londres para que llegaran a ser unos gentelmen [fue]: «¡Ah, claro está!, ahora me lo explico; me explico la impresión que me causaron, en mis viajes en vagones de tercera de los ferrocarriles españoles, lentos y sucios, los aldeanos y otros pobres castellanos que nos ofrecían sus provisiones a la hora de comer, y ayudaban a mi hija a descender del tren y la acompañaban en el andén, cuando ella quería pasearse. Yo no podía imaginar que aquellos viajeros estuvieran educados en Londres».

Puede ser que la cita no sea muy rigurosa. No se tiene constancia de que Kropotkin hiciera más viajes a España que el antes mencionado. Por entonces no estaba todavía casado ni tenía hija alguna. Pero fuese o no su hija la persona a la que colmaban de cuidado y presentes los humildes castellanos, la escena recuerda un pasaje cualquiera de las novelas rusas decimonónicas. El pueblo, al margen de la cultura oficial, y posiblemente debido a ello, poseía en Rusia como en España una cultura propia, unos modos de comportamiento y unos valores distintos y opuestos a los del poder. El anarquismo de los campesinos ucranianos y de los colectivistas hispánicos fue la expresión indómita, altiva y serena de esas formas de cultura popular ajenas a los valores de dominación.

Bakunin, el viaje que no pudo ser

Mijail A. Bakunin, considerado como el prototipo del agitador revolucionario por excelencia, contribuyó con su energía, su capacidad de acción y la fuerza de su inteligencia a cuantas revueltas populares tuvo noticias. Así, anduvo conspirando por toda Europa, y cuando cayó prisionero tras la insurrección de Dresde, los gobiernos de medio continente se disputaban al reo para infringirle los más severos castigos. Conspiró con los nacionalistas paneslavos, que ya es afición a conspirar, y con los más pintorescos exiliados rusos, desde Nechaiev a Herzen y Ogarev. Mandó misivas conspiratorias a los más remotos países, valiéndose de correos no siempre de aceptable catadura moral. Dudosa aceptabilidad, en todo caso, para todos menos para él claro, a quien bastaba con que alguien se le acercase llamándose compañero para que inmediatamente diera inicio una fabulosa conspiración, si más no, por lo menos bajo forma epistolar.

Después de su épica huida del cautiverio zarista cruzando toda Siberia para llegar a Londres vía Japón y Estados Unidos, invirtiendo el viaje de Magallanes, encontró en los círculos de los trabajadores de la Primera Internacional el suelo nutricio para sus afanes revolucionarios, y salvo a burócratas y teóricos socialistas con ínfulas de mandamases, conmovió todas las secciones de la Internacional, desde Holanda a España. Su base de operaciones fue el Jura suizo, donde sus enseñanzas y su ejemplo caló muy hondo. Años después de su muerte todavía su legado entre los relojeros del Jura estaba presente, tal y como nos cuenta Kropotkin en sus Memorias de un revolucionario. Desde su enclave en las estribaciones alpinas, fue a librar batallas revolucionarias a diestra y siniestra, esto es, a Francia e Italia. Pero todo y con el eco que en esas tierras supo despertar, a pesar del reconocimiento caluroso que halló en el Jura, a Bakunin le faltó impregnarse de sabor realmente popular. Sus huestes estaban al otro lado de los Pirineos; y allí grupos de federalistas, residuos de movimientos comuneros, profetas laicos, intelectuales narodnikis… bakuninistas avant la lettre, todos, le hubieran acogido con fervor. Pero no llegó a hacer el viaje que, posiblemente, más le hubiese satisfecho. En su lugar, como es sabido, mandó a Giuseppe Fanelli, de cuya estancia en nuestros lares nos da puntual noticia Anselmo Lorenzo.

Fanelli trajo el bakuninismo a España; fue aquí donde más y mejor se aceptaron los principios y estrategias de la acción anarquista tal y como la concebía Bakunin. Buena parte de los internacionalistas hispanos más destacados frecuentaron al anarquista ruso, pero nada podía sustituir las impresiones directas sobre el movimiento obrero español que hubiera obtenido Bakunin si su varias veces proyectado viaje a España hubiera tenido lugar. El momento más propicio para ello fue el verano de 1873, con ocasión del levantamiento cantonalista. Bakunin apoyó el movimiento, como es lógico, y se sabe, por una carta del 23 de abril de 1873, que recomendó a los jóvenes rusos exiliados, fuesen a España como forma de vincular las dos ramas, eslava y latina, del socialismo antiestatal por encima de barreras y sentimientos de «patriotismo estrecho de raza» al que eran afectos los eslavos. El mismo, llevado de su característico entusiasmo y fervor revolucionario, y alentado, según dice, por compañeros españoles, proyectó el viaje a la España del federalismo en armas, pero tampoco pudo ser. Posteriormente, en julio de 1874, explica los pormenores de su truncado viaje: «En el verano de 1873 la revolución española parecía deber adquirir un desarrollo completamente victorioso. Tuvimos al principio el pensamiento de enviar allá un amigo; después, a instancias de nuestros amigos españoles, me decidí a ir yo mismo. Pero para efectuar ese viaje teníamos necesidad de dinero y nuestra única fuente financiera era Cafiero… [que estaba en su región, en Barletta, Apulia]… Decidimos un joven amigo y yo apremiarle y como era inútil y casi imposible hacerlo por carta, el joven amigo Malatesta fue a su casa. Fue arrestado. Entonces me fue forzoso entenderme con Cafiero por correspondencia, sirviéndome de un idioma simbólico que había sido establecido entre nosotros… [Cafiero era contrario a ese proyecto]». Y Bakunin continúa: «Le demostré la urgencia [de la marcha] y le anuncié al mismo tiempo mi resolución de partir en cuanto me enviara la suma necesaria… [Cafiero respondió] por una carta llena de fraternal afecto… pero al mismo tiempo protestaba contra mi partida y… no envió el dinero…». De hacerse el viaje, tal y como señala Nettlau, habría tenido que ser por mar desde Italia, pues tenía prohibida la entrada a Francia. Ese mismo verano, desolado por no poder participar en la revolución cantonalista, escribió una larga carta, que se ha perdido, en la que «hablaba del federalismo histórico de España, que no fue nunca un estado unitario, de los comuneros, de los fueros, etc., y nada debió agradarle más que ese bello impulso, demasiado poco recordado, de tantas ciudades y distritos, tendiente a declarar su autonomía».

El joven italiano al que con cariño trató siempre Bakunin, Enrico Malatesta, será en muchos aspectos el heredero del anarquista ruso, y tiempo después pudo cumplir el propósito bakuniniano de viajar a España para unirse al afán emancipador del pueblo español.

El viaje de Kropotkin

El ambiente de compañerismo, lucha y reflexión que había encontrado Kropotkin en su visita al Jura bakuninista, en 1872, fue decisivo en su proceso hacia la consolidación de su criterio libertario. Cuatro años más tarde tras conseguir escapar de la fortaleza Pedro y Pablo de San Petersburgo: Kropotkin regresó a las montañas jurásicas para unirse a la labor dinamizadora del movimiento libertario internacional, que recibía su impulso de la federación suiza. Cuando llegó, Bakunin acababa de morir (1 de julio de 1876) y de alguna manera Kropotkin le reemplazaría como principal teórico anarquista. Por entonces inició un periodo de entrega a la elaboración y divulgación del pensamiento libertario.

El primer contacto personal del príncipe libertario ruso con el anarquismo militante hispánico fue por mediación de Severino Albarracín, internacionalista a la sazón exiliado en Suiza, de quien nos dice ser «estudiante a quien un movimiento popular puso a la cabeza de la comuna de Alcoy». Fue éste quien inició a Kropotkin «en las cosas de España». Cuando a principios de junio de 1877, Albarracín regresó a España con la intención de participar en las posibles insurrecciones a punto de estallar al sur de los Pirineos, Kropotkin, en pleno fervor como agitador revolucionario, quiso acompañarle, pero James Guillaume, que fuera dilecto ayudante de Bakunin y uno de los internacionalistas de mayor prestigio, le hizo desistir en los siguientes términos: «creo que no hablando español, sólo podrías prestar servicios como combatiente, pero no es probable que necesiten tanto un fusil más y, por eso, creo que no merece la pena. Así es que mi consejo es que no vayas».

En España, los sectores republicanos seguían conspirando para derrocar a la monarquía, y los internacionalistas libertarios confiaban en sumarse a cualquier levantamiento que se produjera. Especialmente tenían depositadas sus confianzas, en junio de 1877, en la posible sublevación de Ruiz Zorrilla. Poco tiempo después, el 10 de agosto, Albarracín escribía una carta a Kropotkin lamentando que entre los propios internacionalistas hubiesen hecho mella los métodos políticos en detrimento de los estrictamente revolucionarios.

La situación política en Francia fue, desde comienzos de 1878, especialmente dura para los anarquistas. Kropotkin, que andaba siempre camuflando su florida y pelirroja barba, pues era un evadido del presidio zarista en peligro de repatriación, vio estrechado el cerco cuando cayeron algunos de sus amigos personales, como fue el caso de Joaquín Costa, detenido en París en abril. Así es que Kropotkin decidió salir de París para refugiarse en Ginebra, y de ahí, a mediados de junio, iniciar su viaje a España.

Del viaje de Kropotkin por España poco es lo que se sabe. La imposibilidad de consultar sus archivos personales, donde es de suponer que podrían encontrarse cartas y documentos relacionados con el movimiento anarquista hispánico, no permite, por el momento, precisar ni conocer lo más elemental de su estancia de seis semanas en tierras hispánicas.

Su amigo Severino Albarracín había muerto en Barcelona, en febrero de ese mismo año, «asistido por el médico y correligionario García Viñas». Frecuentó mayormente a este último, a quien había conocido en diversas reuniones internacionales. En efecto, García Viñas, formando delegación con Tomás Soriano, había asistido al congreso de la Internacional Antiautoritaria celebrado en Berna, en octubre de 1876, y de entonces debió arrancar su amistad con Kropotkin. La ocasión de renovar esos lazos de amistad la brindaron nuevos comicios en los que ambos participaron, tales como la Asamblea de la Alianza, de fines de agosto, y el siguiente congreso de Viviers, celebrado del 6 al 8 de septiembre, y que habría de ser el último de los comicios de la Internacional libertaria. Así es que José García Viñas, a lo que parece, fue su principal contacto. Mientras estuvo en Barcelona comió en casa del doctor internacionalista y se alojó «en un pequeño hotel de la vecindad».

Posteriormente se fue a Madrid, donde se entrevistó con González Morago, al que había tenido ocasión de conocer durante el congreso de Viviers. García Viñas y Morago representaban las dos posturas encontradas que habían provocado la división de los aliancistas. Así, Termes escribe: «Cuando Kropotkin estuvo en España, en junio-julio de 1878, se había producido la ruptura entre los aliancistas de Barcelona y los de Madrid. Mientras en la capital de Cataluña existía un movimiento obrero, en Madrid predominaban algunas personas «con proyectos más o menos terroristas» (dirigidas por González Morago, probablemente) y los pocos militantes pensaban en los actos individuales». Es de suponer que Kropotkin desaprobara la actitud de Morago y de los compañeros madrileños; no obstante, al parecer, quiso desempeñar una labor conciliadora en la disputa, esforzándose por conseguir la unión de los diversos sectores, según afirman sus biógrafos Woodckok y Avakumovic.

Al margen de sus actividades políticas, sabemos que aprovechó su estancia en la capital para visitar el museo del Prado, «donde “gozó profundamente” contemplando los cuadros de Murillo, de cuyas vírgenes dice que “cada detalle…, sus manos, su pelo, los pliegues de sus vestiduras, se hallan en perfecta armonía con la idea fundamental del cuadro… El éxtasis del amor puro”». Tras lo cual comentan sus biógrafos: «El que apreciase tanto estas obras, con sus figuras femeninas un tanto sentimental izadas y adolescentes, es una interesante manifestación de esa actitud de casi reverencia de Kropotkin hacia las mujeres en sus obras y que resulta difícil creer que no adoptase también en la vida real».

Sabemos también que aprovechó la estancia en España para recoger datos sobre el movimiento insurreccional federalista de 1873. Lo cierto es que hay en la evolución del pensamiento kropotkiniano una constante preocupación por el carácter libertario de la revolución popular, lo cual le llevó al estudio de la Revolución francesa y de la Comuna de París, principalmente, pero es muy posible que las revueltas españolas marcasen también un momento de su reflexión.

Relación de Kropotkin con el anarquismo hispánico

A comienzos de agosto de 1878 Kropotkin regresó a Ginebra. Aunque el momento elegido para su estancia en España no coincidió con el auge de la Internacional, pudo ver, especialmente en Barcelona, la presencia incontrastable de un movimiento obrero antiautoritario consolidado, más allá de las constantes crisis internas y del acoso de represiones externas. A su regreso al Jura encontró que el movimiento estaba en franco declive. Escribió a Paul Robin, el pedagogo libertario: «Aquí las cosas han ido bastante mal. La mayoría de las secciones están desorganizadas, todos están cansados… […] Por lo que a mí respecta, me siento tras mi regreso de España completamente rehabilitado moral y también físicamente más fuerte». Este fortalecimiento de moral lo constata también Max Nettlau: «Volvió de España entusiasmado por lo que había visto en la organización obrera penetrada por el pensamiento libertario».

Su posterior relación con el movimiento anarquista hispánico fue a través de sus contactos personales y por vía epistolar. De esta última, poco podemos precisar, pero en algunos casos debió ser importante. Con García Viñas se hubo de interrumpir pronto, pues en 1880 se retiró del movimiento y volvió a su Málaga natal, desde donde todavía mantuvo alguna correspondencia con Kropotkin. De carácter fuerte, fue calificado por Anselmo Lorenzo de «autócrata»; Kropotkin, por su parte, lo tildó de «jacobino».

Con el resto de figuras sobresalientes del anarquismo hispánico tuvo también relación. Posiblemente fue con Anselmo Lorenzo con el que más, quien le tradujo su monumental La Gran Revolución. A su vez, Kropotkin prologó la obra de Lorenzo: El pueblo, editada por Sempere (Valencia, 1907). De hecho encontramos pocos kropotkinistas tan convencidos como A. Lorenzo, a quien llegó a llamarse el Kropotkin español.

Tuvo suerte el príncipe anarquista en los traductores de su obra al castellano, tal y como puede verse en la bibliografía del presente número. Indicar aquí un breve recuento: Gaspar Santiñón, según afirma V. Muñoz, fue el traductor anónimo de La conquista del pan. José Prat tradujo El estado, su rol histórico. Fermín Salvochea tradujo para La Revista Blanca su folleto El problema social y Memorias de un revolucionario, y, para acabar la nómina, Ricardo Mella traduce y prologa La ciencia moderna y el anarquismo. En opinión de Felipe Aláiz, el prólogo era tan sustancioso o más que el libro. Al mismo tiempo, cada una de estas obras alcanzó tiradas inusitadas en la época y asombrosas en nuestros días.

La propuesta kropotkiniana del comunismo libertario en sustitución de la noción colectivista bakuninista, que fue casi unánimemente aceptada a nivel internacional, fue en España, donde levantó más polémica, pues Llunas y Mella, entre otros, defendieron por un tiempo el colectivismo. De hecho, el debate, muy tratado en todos los estudios históricos posteriores, fue un tanto espurio. El mismo Kropotkin no lo tuvo muy en cuenta, y en una carta publicada por El Productor (10 mayo 1889), a este propósito escribió: «la discusión que se suscita entre comunistas y colectivistas españoles, fúndase las más de las veces en erróneas interpretaciones». Como es sabido el debate quedó más o menos saldado con la intervención diplomática y salomónica de F. Tarrida del Mármol, que acuñó el término «anarquismo sin adjetivos» contentando a todos, hasta al mismo Kropotkin.

Muerto Albarracín, distanciado García Viñas y reducida a la mera relación epistolar su amistad con Lorenzo, será precisamente Tarrida del Mármol quien mantuvo una relación más íntima con el anarquista ruso. En efecto, a partir de la década de los noventa y hasta la partida de Kropotkin de Londres rumbo a Rusia, en 1917, Tarrida, exiliado en la capital inglesa todos estos años, fue uno de sus amigos más allegados. Tarrida, el anarquista español sin adjetivos, ingeniero de profesión, compartía con Kropotkin también la preocupación científica.

El episodio más lamentable en la vida de Kropotkin fue, sin duda, su adhesión a la causa aliada durante la Gran Guerra. El famoso «manifiesto de los dieciséis» claudicando del antimilitarismo fue replicado por Malatesta, Rocker, E. Goldman, A. Berkman y la mayoría del movimiento anarquista internacional. Pero la actitud de Kropotkin y los firmantes del manifiesto había abierto un cisma. De entre los intelectuales anarquistas españoles, buena parte de ellos, Ricardo Mella, F. Urales, E. Quintanilla, S. Gustavo, J. Mir i Mir, siguieron al libertario ruso en el desafortunado desliz.

Al margen de sus contactos personales y de cuestiones editoriales, la preocupación de Kropotkin por «las cosas de España» no menguó con el tiempo. Desde las diversas publicaciones en las que intervenía se fue pronunciando sobre los hechos puntuales por los que atravesaba el movimiento (bomba del Liceo, proceso de Montjuic, el caso Ferrer Guardia, etc.) y alcanzó a tener noticias de la aparición y fuerza de la CNT. Poco antes de morir recibió en su casa de Dmitrov la visita de Ángel Pestaña, y el saludo que por su mediación hizo «a todos los anarquistas de España, de quienes conservo afectuosos recuerdos» constituye una cordial y emocionada despedida.

Publicado en Polémica, n.º 47-49, enero 1992.