jueves, 16 de febrero de 2012

LUISA MICHEL

por Rudolf Rocker
Extraído de Artistas y rebeldes


Luisa Michel, la heroína de la Comuna de París, la luchadora y la propagandista incansable de la revolución social, ha muerto repentina, inesperadamente. La férrea mano de la Parca detuvo de un modo brusco su vida rica y agitada; el corazón que amaba tan honda y sinceramente y que odiaba con tanta vehemencia ya no late en el frío pecho. Y los labios febriles que fueron capaces de pronunciar tantas palabras entusiastas y rebeldes han enmudecido para siempre.

¡Qué vida magnífica, abundante en detalles dramáticos, en hechos maravillosos y extraordinarios, fue la existencia de la “buena Luisa”! Ha sido toda una novela, mas no una novela vulgar, común, sino un romance escrito con la sangre del corazón de su autora, una novela vivida y sufrida por ella.

El movimiento revolucionario ha dado origen a muchos tipos de mujeres notables, mujeres que merecerán el amor y la admiración de las épocas venideras, pero no ha producido aún y es dudoso que lo ofrezca en el porvenir, una figura semejante a la de Luisa Michel. La “buena Luisa” fue sin duda uno de los personajes más sorprendentes de la época moderna; algunos de sus historiadores la han llamado la Juana de Arco revolucionaria, la moderna Virgen de Orleáns; esta comparación es ciertamente feliz porque se observa en ella el mismo entusiasmo poético e idealista, la fe inquebrantable en la justicia de sus convicciones y el heroico valor que le ha proporcionado fuerzas para soportar todos los peligros y obstáculos de su vida de mártir. Constituía Luisa Michel el verdadero tipo del mártir, pero no del que se ve obligado a serlo en virtud de las circunstancias; había nacido mártir, el martirologio fue para ella una necesidad natural y en la satisfacción de esa necesidad estribó la dicha de su vida, toda su alegría. Juzgaba la vida con un criterio distinto al de sus contemporáneos; lo que era para otros motivo de dolor fue para ella un placer, una satisfacción interior. Este rasgo psicológico de su idiosincrasia lo comprendió perfectamente el editor de sus “Memorias” al decir que si Luisa Michel hubiera vivido 1900 años atrás hubiera sido tratada como los primeros mártires del cristianismo: su cuerpo endeble habría sido destrozado por las bestias en la arena imperial; y si hubiera vivido en la Edad Media habría muerto, sin duda alguna, en la hoguera de la Inquisición.

Esa fe de mártir ha sido la verdadera fuerza interior de la “buena Luisa”, la razón por la cual el cuerpo enclenque no se extinguió antes, aniquilado por los sufrimientos indescriptibles que esa mujer admirable tuvo que padecer en su vida tan fecunda en hechos. Luisa Michel fue feliz, feliz en todo el sentido de la palabra porque su alma jamás fue invadida por el escepticismo suicida del presente; su corazón generoso no se sintió torturado nunca por esos problemas obscuros de la duda que hacen tan difícil e insoportable la vida del hombre moderno. Era dichosa hasta cuando la aquejaban crueles dolores, pues jamás perdió el equilibrio moral de su alma y todos sus pensamientos y acciones giraron siempre en torno del centro de su existencia de mártir: la esperanza absoluta en el triunfo ineluctable de la revolución social y la fe profunda e ilimitada en un porvenir mejor. Esa armonía interior la defendía contra toda duda; era una coraza contra el llamado “dolor universal”, el inmenso mal de la generación contemporánea. ¡El dolor universal! La “buena Luisa” nunca supo lo que era eso. Estando sus actos de acuerdo con sus opiniones ¿por qué había de tener piedad del mundo? ¡El dolor universal! Invención de una época débil, palabra bajo la cual se quiere ocultar la cobardía personal y la servidumbre del alma. Hemos perdido la armonía entre nuestras ideas y nuestras acciones, viven en nuestros corazones dos personajes distintos y nuestro espíritu está dominado por dos pensamientos diferentes. Amamos lo nuevo sin tener el valor de llevarlo a la práctica; odiamos lo viejo, mas nos falta la fuerza de voluntad para romper con el pasado. En una palabra, obramos contrariamente a lo que pensamos y por eso hablamos del “dolor universal”; sentimos compasión del mundo cuando sería mejor que tuviéramos piedad de nosotros mismos…

Luisa Michel no conocía estas debilidades. Cuando abandonó el castillo donde pasara su juventud y entró en el mundo como maestra de escuela estaba imbuida de ideas radicales y anticlericales. Pero esas ideas no estaban de acuerdo con la enseñanza que se impartía en las escuelas de Napoleón III. ¿Qué importaba? Luisa instruye a los chicos conforme a sus convicciones y no como lo exige el gobierno imperial. Refiere a los niños que Napoleón es un criminal, un tirano, un traidor de la República, les enseña cantos revolucionarios y otras cosas. Los pequeños se muestran muy contentos de la extraña maestra, pero el director llega bien pronto a la conclusión de que ella no sirve para el magisterio. Luisa se dirige entonces a París y ante sus ojos se abre un nuevo mundo. Intima con los jefes de la democracia radical, al mismo tiempo que frecuenta las asambleas de la Internacional y los centros clandestinos de los comunistas. Trabaja de día y de noche, olvidando completamente su existencia material y un solo deseo anima su corazón: la ruina del Segundo Imperio. Participa en todas las tentativas revolucionarias contra Napoleón III y cuando el trono imperial cae destruido en la vorágine de la guerra franco-alemana ella es la primera en atacar a la llamada República de Septiembre, la república de la burguesía francesa. Viene después el 18 de Marzo de 1871; la capital sublevada proclama la Comuna. Luisa Michel adquiere fuerzas gigantescas, en la encarnación del temperamento revolucionario, la personificación del entusiasmo rebelde. Es incansable en su actividad. Habla a las multitudes y publica sus artículos fragosos en “Le Cri du Pueple”. Luego viene la catástrofe, el último acto de la Revolución Francesa: la Comuna lucha a vida y muerte contra la reacción combinada del Estado y del Capital. En las barricadas, vistiendo el uniforme de la Guardia Nacional, fúsil en mano, Luisa es herida en el asalto de Port-Ivry y, antes de que la herida se cure, se halla nuevamente en el campo de batalla. Cuida a los heridos, besa los labios agonizantes de los hermanos caídos y lucha en las barricadas. La Comuna cae; en el Pére Lachaise y en el sangriento combate de Sartori mueren sus últimos defensores. Luisa Michel halló en ese momento un refugio seguro. Pero de pronto llega a saber que la reacción se prepara a acusar de sus actos a su madre querida. En vano sus amigos tratan de demostrarle que la noticia es inexacta; Luisa no se deja convencer y se entrega en manos de los verdugos sanguinarios. El 16 de Diciembre de 1871 aparece ante sus jueces pidiendo para sí la muerte. Su actitud ante ese tribunal es heroica; censura en términos apasionados a los asesinos de la Comuna llamándolos perros cobardes y jura que, de ser absuelta, no cesará de sublevar al pueblo contra sus verdugos. El consejo de guerra la condena a reclusión en Nueva Caledonia. Sus parientes se valen de todas sus influencias para libertarla, pero Luisa declara que sólo volverá junto con todos los demás. Durante nueve años arrastró las cadenas del presidio, hasta que finalmente fue puesta en libertad con todos sus compañeros gracias a la amnistía de 1880. El proletariado francés recibió con ruidoso entusiasmo a su “buena Luisa”. Alguno que otro de los comuneros condenados perdió el valor en el encierro, mas Luisa quedó la misma de siempre. En 1882 fue condenada a dos semanas de prisión por ofensas inferidas a la policía y en esa misma época se adhirió a la tendencia anárquica del socialismo.

Al celebrarse en 1883 las grandes manifestaciones de los desocupados, Luisa se hallaba a la cabeza del movimiento. Veía el hambre de sus hijos, los proletariados de París, y sabía que nada podía ser remediado con palabras bonitas. “Vengan, hijos, yo les daré de comer”, dijo a la multitud hambrienta. Y levantando la bandera negra rompió las ventanas de algunas panaderías y carnicerías con el objeto de proveer a los pobres y miserables. Fue condenada a seis años de cárcel, pero salió en libertad por la amnistía de 1886. Ese mismo año fue nuevamente condenada por agravios al gobierno; después la obligaron a abandonar la Francia, pues las autoridades tenían la intención de recluirla en un manicomio. En el transcurso de los muchos años que vivió en Inglaterra escribió algunas novelas y dos pequeñas colecciones de versos. Sus novelas La miseria, Los malditos, La hija del pueblo y sobre todo Los microbios humanos y El nuevo mundo son principalmente descripciones de la miseria del proletariado y acusaciones vehementes contra la sociedad moderna. En ellas se refleja toda la riqueza de su carácter extraordinario, sus sentimientos hondos y nobles por los humildes y explotados y en particular esas relaciones misteriosas, casi místicas, que existían entre ella y las multitudes obreras de París. Antes aun de abandonar a Francia editó el primer tomo de sus Memorias. Su último trabajo de carácter literario fue un excelente libro sobre la Comuna de París.

En los últimos años de su vida fecunda hizo algunas giras de propaganda por toda Francia; se hallaba en Marsella para predicar la idea de la liberación general por medio de la revolución social cuando la muerte interrumpió bruscamente su actividad incansable.

Esta es en pocas palabras la biografía maravillosa de Luisa Michel, heroína y luchadora. Todas sus acciones estuvieron siempre en concordancia con sus ideas. Obedeció en todo momento a la voz de sus sentimientos íntimos y esa voz jamás la traicionó. Fue una figura de una pieza y su corazón ignoró el dualismo desesperante que tan fuertemente domina a la generación actual.

Luisa ha tenido una muerte hermosa. Tres meses antes de su fallecimiento, cuando todo el mundo creyó que moriría irremisiblemente, ella venció, a pesar de todo, su cruel enfermedad. Y hasta tuvo la rara dicha de leer su propia necrología… Vio las lágrimas ardientes de los humildes y explotados del mundo entero para quienes ella había sido siempre la buena Luisa. Y esas lágrimas, ese amor ilimitado y esa veneración de los oprimidos han sido la mayor recompensa que pudo recibir. Era demasiado buena y por eso la muerte le concedió un privilegio especial. Pero su nombre vivirá eternamente en todos los corazones amantes de la libertad.

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