domingo, 1 de enero de 2012

El mito de la nación


Por José María Fernández Paniagua

«Todas las madres y todas las patrias nos quieren pequeños
para que seamos más suyos. La diferencia es que la madre
llora y acaricia; la patria detiene y castiga
.»
JACINTO BENAVENTE

«Dadme un Estado y construiré una nación.»
JOZEF PILSUDSKI
(líder independentista polaco)


Si bien creo que la visión anarquista del nacionalismo —concepto político para nada unidimensional, ni por su propia amplitud y ambigüedad, ni por los numerosos rechazos que recibe— es negativa, las más de las veces, por unos nítidos principios ideológicos que pretenden superar la parcelación patriótica, étnica o identitaria, y establecer estrechos lazos de colaboración entre los pueblos con el fin de expandir la libertad y la cultura, conviene analizar con detalle un fenómeno complejo, enmarañado con el tiempo, que es utilizado por todas las opciones políticas estatalistas y jerarquizantes. Conviene dejar claro, a priori, la asociación política que conlleva el nacionalismo político al llamado «derecho de autodeterminación», que aspira inevitablemente a la creación de un Estado para administrar sus intereses, por lo que las ideas libertarias se muestran, obviamente, opuestas a semejante objetivo.


Algunos puntos de vista anarquistas del nacionalismo

En el protoanarquismo, se puede comprobar que Proudhon observaba la nación disociada del Estado, como parte de un engranaje de organización federativa, clave para la construcción del internacionalismo en la futura sociedad; poseía esta visión un carácter flexible y descentralizador y debía sustentarse en otras entidades autónomas como la región, el municipio o el barrio. Para Bakunin, la formalmente llamada «liberación nacional» de los pueblos sometidos estaba indisociablemente unida a la revolución social antiestatista y federalista —es conocida su visión al respecto sobre los distintos pueblos eslavos, enfrentados a los imperios ruso, austriaco, turco y prusiano—, negando, a priori, cualquier derecho histórico o político ya que la voluntad del pueblo se encontraba por encima de todo; opinaba que la nación es para los pueblos lo mismo que la individualidad para cada uno, un hecho natural y social, un derecho inherente a pensar, a hablar, a comportarse y a sentir de una manera propia, enfrentada a los Estados, tendentes a anular esa libertad tanto en naciones como en individuos. Es importante insistir en la divergencia ideológica de Marx y Bakunin, también notable en este aspecto. La visión del alemán, insistente en su teoría de la expansión económica y desarrollo de las fuerzas de producción que desembocarían en el socialismo, negaba cualquier particularismo local o nacional —y, por lo tanto, negaba cualquier movimiento independentista o revolucionario a nivel local— ya que sería absorbido por el gran proceso. De nuevo estamos ante un conflicto polémico que conlleva demasiados vericuetos, especialmente con la perspectiva histórica que nos da la actualidad. Sin embargo, hay que destacar el mayor acierto y honestidad del anarquista ruso —al menos, en aquel contexto histórico— frente al pensador germano. Hay que matizar que para Bakunin la nacionalidad, separada del Estado, no era un principio universal ni un ideal en sí mismo, sino una consecuencia histórica, un hecho local del que tienen derecho a participar los pueblos. Kropotkin no se encontraba muy lejos del ruso en sus análisis de los movimientos de liberación nacional, los cuáles no podían tener un carácter meramente nacionalistas ya que los factores económicos y sociales eran vitales para su lucha anti-imperialista. Consideraba que los libertarios debían estar al lado de esta lucha contra la opresión, y darle un mayor énfasis a la cuestión social.

Rudolf Rocker, gran pensador y activista del anarcosindicalismo, en su obra Nacionalismo y cultura, se muestra claramente reacio al concepto que nos ocupa al ver una «voluntad de poder» detrás de todo lo nacional y considerar que «el aparato del Estado nacional y la idea abstracta de nación han crecido en el mismo tronco»; la separación de unos pueblos y otros tiene su génesis y su fortalecimiento en la opresión política de los Estados. Consideraba el teórico alemán que existía una clara ruptura entre la cultura y el nacionalismo, ya que era mucho más influyente en el individuo su entorno intelectual que el llamado «espíritu nacional». El «nacionalismo cultural» es indisociable de su vertiente política, mostrando las mismas aspiraciones de dominio. Para Rocker, la separación entre pueblo y nación era tan clara como entre sociedad y Estado; bajo ningún concepto se puede considerar el Estado como un efecto de la nación, más bien a la inversa. La conciencia nacional, al igual que la religiosa, no es innata en el ser humano, sino algo impuesto por el ambiente o la educación, una traba más en la definitiva emancipación universal. Es este criterio el que, bajo mi punto de vista, más se ajusta a la visión general anarquista, el de considerar a todo nacionalismo fundamentalmente reaccionario, ya que pretende la uniformización de una comunidad en base a unas creencias predeterminadas. El nacionalismo se mostraría como una creación cultural apriorística elevada a la categoría de sujeto colectivo, que se eleva por encima de los individuos y los relega a una condición histórico-cultural parcelada; se establecen así, artificialmente, diferentes identidades que abundan en la separación y falta de colaboración de la humanidad. Insistiré, que este análisis no difiere demasiado del que se haría de la religión desde una óptica libertaria. El mismo Rudolf Rocker afirmó que el nacionalismo constituía la religión del Estado.


La visión del nacionalismo en los libertarios españoles

No es casual el nombre que adoptó el proletariado militante, que engrosó la popularmente conocida como «Internacional"», y que, posteriormente, solo los seguidores de Bakunin se mantendrían fieles a un internacionalismo empeñado en acabar con todos los mitos ideológicos que supusieran opresión de alguna índole, incluido el de la patria y su concreción política, la nación.

Ya en los primeros análisis de los anarquistas españoles, pueden observarse dos lúcidos enfoques en la crítica al patriotismo —mantenidos, a mi entender, fortalecidos por el tiempo y la historia—. Uno, puede decirse abstracto, humanista y racional, señala la división impuesta y artificial que la humanidad sufre por las llamadas patrias, allí donde debiera haber fraternidad universal y cosmopolita, basada en los valores comunes y calidad de todos los seres humanos; otro punto de vista libertario que analiza la deformación ideológica llamada patria, sostiene que ésta supone una perpetuación de los privilegios de clase y de la sumisión de los trabajadores en aras de anular su unión supranacional. La aceptación de una supuesta confraternización entre miembros de un mismo territorio nacional resulta, incluso, una falacia si se observa que existe mayor solidaridad entre integrantes de una misma clase, oficio, etc.

El patriotismo puede ser entendido como un sentimiento natural de apoyo al lugar y de solidaridad con la sociedad en que vivimos. Pero, de ninguna manera, debe convertirse en barrera egoísta que nos aísle y enfrente a los demás pueblos; es necesarios ampliar ese sentimiento patriótico —que pudo tener su origen en la familia o en la tribu— al resto de la gran familia humana, bajo el lema de la fraternidad universal. El gran teórico español Ricardo Mella señaló el nacionalismo regionalista como la expansión de un particularismo retrógrado y de un sentimiento atávico tan rechazable como el centralismo al que se opone. De nuevo es importante acudir a la memoria histórica y al pensamiento de hombres adelantados a su tiempo, al ver en este comienzo de un nuevo siglo cómo el panorama político que sufrimos sigue enfrentando a españolistas con regionalistas, a centralistas de diverso pelaje con aquellos que pretenden construir su propio Estado, no por pequeño, necesariamente menos despótico; el factor social queda, naturalmente, en un segundo plano dentro de este triste circo de luchas nacionalistas de diferente índole. Volviendo a algunos análisis libertario de los anarquistas españoles en la historia, consideraron que la aceptación de una supuesta confraternización entre miembros de un mismo territorio nacional resulta, incluso, una falacia si se observa que existe mayor solidaridad entre integrantes de una misma clase, oficio, etc. No hay que ignorar algunas críticas a esta visión libertaria generalizada por pecar en algunas ocasiones de demasiado simple, ignorando las raíces del fenómeno nacionalista, regionalista o españolista, en toda su complejidad.

El movimiento libertario español, y el anarquismo en su conjunto, se mantendrían leales a su afán internacionalista que conllevaba la desaparición de las clases y de las naciones. No así la vertiente autoritaria del socialismo que ya en la II Internacional hizo ver su faz estatalizadora y acabaría utlizando la cuestión nacional como estrategia, abandonando su origen socialista cuya idea-fuerza era que «los trabajadores no tienen patria» o que ésta la constituía el mundo entero.

Voy a tratar, en el siguiente punto y a un nivel más personal, de insistir en algunos aspectos del mito nacional que ya he mencionado por boca de autores clásicos.


Mitología nacional e identificación con lo militar y lo religioso

Empecé este texto asumiendo la amplitud del concepto que nos ocupa y difícil continúa siendo encontrar los límites para una definición aceptable. Sin embargo, sí me parece rechazable la ideología nacionalista desde una defensa de las libertades individuales y de la ética cuando parece sostener que lo más importante para el ser humano es su afiliación nacional, innata en él, provocando, en última instancia, los mayores sacrificios y actos dignos de ser reprobados en otras circunstancias, justificados en nombre de la «patria» o la «nación» (términos que merecerían ser analizados por separado pero que la historia parece haber unido, haciéndolos intercambiables, quizá con una connotación sentimental mayor en el caso de la «patria»). Parece obvio que es el nacionalismo el que inventa la nación y por eso nada tiene de «natural»; son aquellos que se erigen en líderes nacionalistas y salvaguardas de las esencias patrias los que recogen y seleccionan las características identitatarias que les convienen a sus objetivos políticos, características que poco o nada suelen tener en común con las de cada individuo en particular y con el pueblo en general; cuando se habla de nación, no puedo evitar entender que alguna forma de dominación política se adueña del término. Se ha añadido en muchas ocasiones un adjetivo a la cuestión nacionalista: «pacífico», «no excluyente»... y es porque el mito de la nación parece ir unido a lo «agresivo», al enfrentamiento entre el «yo colectivo» y «los otros» donde entra en juego la odiosa maquinaria bélica, que reafirma su patriotismo en la existencia de un «enemigo» constante, el cual si no existe habrá que inventarlo. Llegamos a la conclusión de que existe una vinculación entre lo «militar» y lo «nacional» que puede llegar a identificar peligrosamente al individuo y a la comunidad a la que pertenece —así como a la forma de organización social de la misma— con la más extrema concepción del autoritarismo que es el ejército. Tenemos, por lo tanto, un odioso concepto: «la unidad sagrada de la patria», formada por un universo mitológico donde la justicia y racionalidad no tienen por qué tener cabida, o se relegan a un segundo plano ante el empuje de esos mitos que desembocan tarde o temprano en la puesta en marcha de la maquinaria bélica. Cualquier razón, las más de las veces se llamará «defensiva», bastará para la agresión a otras naciones-Estado, invocando seguramente cada una de las partes el nombre de la libertad.

La idea de patria o nación —y el Estado que las vertebra— no deja de ser un concepto cercano a la teología. Como las religiones, los nacionalismos y las naciones pueden ser malos o menos malos, según la deidad a la que se adore, pero todas encierran la falsedad y el despotismo en sus mitos creados artificialmente. Es hora de acudir de nuevo a los clásicos anarquistas, que ya denunciaron el fortalecimiento continuo que hacía la clase dirigente del mito religioso (y extensible al nacional, en su formación estatal) en aras de una supuesta válvula de seguridad para el pueblo. Me apresuraré a releer al viejo Bakunin —aunque seguro que él no hubiera estado totalmente de acuerdo conmigo en la manera de entender la nación, no hay que olvidar que era fundamentalmente un hombre de acción que le llevaba a estar al lado de pueblos oprimidos, frente a alguna forma de imperialismo, que él consideraba «naciones»— y su conocida obra Dios y el Estado —insisto, no todos identificarán Estado con nación, yo sí me permito hacerlo—, donde pasó revista a los conceptos teológicos tradicionales vinculándolos con la institucionalización de nuevos mitos —incluso el de la ciencia, la denuncia del autoritarismo no poseía límites en el gigante ruso— al servicio de unos pocos.

Resulta imprescindible denunciar las mitologías nacionales, basadas en supuestas esencias eternas, valores trascendentes o, peor aún, en gestas bélicas. Este razonamiento, por mucho que se maquille con palabras más ajustadas a los nuevos tiempos por parte de los Estados más fuertes y «democráticos», permanece actual, en su vertiente mítica y mixtificadora, independiente incluso del afán globalizador de la economía capitalista.

Es para mí una obligación del anarquismo el mantenerse fortalecido y coherente con su legado internacionalista, humanista e ilustrado. Algunas escuelas de pensamiento de la antigua Grecia ya exploraron una visión cosmopolita, que luego tendría acomodo en algunos aspectos del período de la Ilustración. Las ideas antiautoritarias asumen con fuerza esta visión de la humanidad como un todo moral, para nada enfrentada al natural amor que los seres humanos puedan tener a la tierra que les vio nacer.

De nuevo, mediante las ideas libertarias, debemos profundizar en los problemas creados artificialmente por los Estados-naciones y sus fronteras políticas, que no tienen nada de «naturales» y que suponen un obstáculo para una verdadera emancipación de la humanidad.


Congreso de Basilea, 1869 (Bakunin, sentado).

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