viernes, 22 de abril de 2011

La anarquía y la Iglesia

Por Élisée Reclus

La conducta del anarquista hacia el hombre de iglesia se halla trazada de antemano en tanto que curas, frailes y toda clase de detentadores de un supuesto poder divino se hallen constituidos en liga de dominación, ha de combatirlos sin descanso, con toda la energía de su voluntad y con todos los recursos de su inteligencia y de su fuerza. Esa lucha no ha de impedir que se guarde el respeto personal y la simpatía humana a cada individuo, cristiano, budista, fetichista, etcétera, en cuanto cese su poder de ataque y dominio. Comencemos por libertarnos y trabajemos después por la libertad del adversario.

Lo que ha de temerse de la Iglesia y de todas las Iglesias nos lo enseña claramente la historia, y sobre este punto no hay excusa: Toda equivocación o interpretación desnaturalizada es inaceptable; es más, es imposible. Somos odiados, execrados, malditos; se nos condena a los suplicios del infierno, lo que para nosotros carece de sentido, y lo que es positivamente peor, se nos señala a la venganza de las leyes temporales, a la venganza especial de los carceleros y de los verdugos y aún a la originalidad de los atormentadores que el Santo Oficio, vivo aún, sostiene en los calabozos. El lenguaje oficial de los Papas, fulminado en sus recientes bulas, dirige expresamente la campaña contra los «innovadores insensatos y diabólicos, los orgullosos discípulos de una supuesta ciencia, las gentes delirantes que proclaman la libertad de conciencia, los despreciadores de todas las cosas sagradas, los odiosos corruptores de la juventud, los obreros del crimen y de la iniquidad». Anatemas y maldiciones dirigidas preferentemente a los revolucionarios que se denominan libertarios o anarquistas.

Perfectamente; es lógico que los que se dicen y se consideran consagrados al dominio absoluto del género humano, imaginándose poseedores de las llaves del cielo y del infierno, concentren toda la fuerza de su odio contra los réprobos que niegan sus derechos al poder y condenan todas las manifestaciones de ese poder. «¡Exterminad! ¡Exterminad!» tal es la divisa de la Iglesia, como en los tiempos de Santo Domingo y de Inocencio III.

A la intransigencia católica oponemos igual intransigencia, pero como hombres, y como hombres inspirados en la ciencia, no como taumaturgos y verdugos. Rechazamos por completo la doctrina católica, lo mismo que la de todas las religiones afines; combatimos sus instituciones y sus obras, trabajamos para desvanecer los efectos de todos sus actos. Pero esto sin odio a sus personas, porque no ignoramos que todos los hombres se determinan por el medio en que sus madres y la sociedad los han colocado; sabemos que otra educación y circunstancias menos favorables hubieran podido embrutecernos también, y lo que sobre todo nos proponemos es desarrollar para ellos, si aún es tiempo, y para las generaciones venideras, otras condiciones nuevas que curen a los hombres de la «locura de la cruz» y demás alucinaciones religiosas.

Lejos de nosotros la idea de vengarnos cuando llegue el día en que seamos los más fuertes: los cadalsos y las hogueras serían insuficientes para vengar el número infinito de víctimas que las Iglesias, y la cristiana muy especialmente, han sacrificado en nombre de sus dioses respectivos durante la serie de siglos de su ominosa dominación. Además, la venganza no se cuenta entre nuestros principios, porque el odio llama al odio y nosotros nos sentimos animados del más vivo deseo de entrar en una nueva era de paz social. El firme propósito que nos guía no consiste en emplear «las tripas del último sacerdote para ahorcar al último rey», sino en hacer de modo que no nazcan reyes ni curas en la purificada atmósfera de nuestra nueva sociedad.

Lógicamente, nuestra obra revolucionaria contra la Iglesia comienza por ser destructora antes de que pueda ser constructiva, a pesar de que las dos fases de la acción sean independientes entre sí, aunque bajo diversos aspectos, según los diferentes medios. Sabemos, además, que la fuerza es inaplicable para destruir las creencias sinceras, las cándidas e ingenuas ilusiones, y por lo mismo no tratamos de penetrar en las conciencias para arrancar de ellas las perturbaciones y los sueños fantásticos, pero podemos trabajar con todas nuestras energías para separar del funcionamiento social todo lo que no concuerde con las verdades científicas reconocidas; podemos combatir incesantemente el error de todos los que pretenden haber encontrado fuera de la humanidad y del mundo un punto de apoyo divino que permite a ciertas castas de parásitos erigirse en intermediarios místicos entre el creador ficticio y sus supuestas criaturas.

Puesto que el temor y el espanto fueron en todo tiempo los móviles que subyugaron a los hombres, como reyes, sacerdotes, magos y pedagogos lo han reconocido y repetido bajo diferentes formas, combatamos sin cesar ese vano terror de los dioses y sus intérpretes por el estudio y la serena y clara exposición de las cosas. Persigamos todas las mentiras que los beneficiarios de la antigua necedad teológica han esparcido en la enseñanza, en los libros y en las artes, y no descuidemos la oposición al vil pago de los impuestos directos e indirectos que el clero nos extrae; impidamos la construcción de templos chicos y grandes, de cruces, de estatuas votivas y otras fealdades que deshonran y envilecen poblaciones y campiñas; agotemos el manantial de esos millones que de todas partes afluyen al gran mendigo de Roma y hacia los innumerables submendigos de sus congregaciones y, finalmente, mediante la propaganda diaria, arrebatemos a los curas los niños que se les da a bautizar, los adolescentes de ambos sexos que se confirman en la fe por la ingestión de una hostia, los adultos que se someten a la ceremonia matrimonial, los desgraciados a quienes inician en el vicio por la confesión, los moribundos a quienes aterrorizan en el último momento de la vida. Descristianicémonos y descristianicemos al pueblo.

Pero, se nos objeta, las escuelas en Francia, hasta las que se denominan laicas, cristianizan la infancia, es decir, toda la generación futura, ¿cómo cerraremos esas escuelas, puesto que nos encontramos ante padres de familia que reivindican la «libertad» de la educación escogida por ellos? ¡He aquí que a nosotros, que hablamos siempre de «libertad» y que no comprendemos al individuo digno de ese nombre sino en la plenitud de su fiera independencia, se nos opone también la «libertad»! Si la palabra respondiese a una idea justa, deberíamos bajar la cabeza respetuosamente para ser consecuentes y fieles a nuestros principios; pero esa libertad del padre de familia es el rapto, la sencilla apropiación del hijo, que es dueño de sí mismo, y que se entrega a la Iglesia y al Estado para que le deformen a su antojo. Esa libertad es semejante a la del burgués industrial que dispone, mediante el jornal, de cientos de «brazos» y los emplea como le conviene en trabajos pesados y embrutecedores; una libertad como la del general que hace maniobrar a su antojo las «unidades tácticas» de «bayonetas» o de «sables».

El padre, heredero convencido del pater familias romano, dispone por igual de hijos o hijas para matarlos moralmente o, lo que es peor, para envilecerlos. De estos dos individuos, el padre y el hijo, virtualmente iguales a nuestros ojos, el más débil tiene derecho preferente a nuestro apoyo y defensa, y nuestra decidida solidaridad contra todos los que le dañan, aunque entre ellos se cuenten el padre y hasta la madre que le llevó en su seno.

Si, como sucede en Francia, por una ley especial impuesta por la opinión pública, el Estado niega al padre de familia el derecho a condenar a su hijo a la perpetua ignorancia, los que estamos de corazón con la generación nueva, sin leyes, por la liga de nuestras voluntades, haremos todo lo posible para protegerle contra la mala educación.

Que el niño sea regañado, pegado y atormentado de varias maneras por sus padres; que sea tratado con mimo y envenenado con golosinas y mentiras; que sea catequizado por hermanucos de la doctrina cristiana, o que aprenda en casa de jesuitas una historia pérfida y una falsa moral, compuesta de bajeza y crueldad, el crimen es lo mismo y nos proponemos combatirlo con la misma energía y constancia, solidarios siempre del ser sistemáticamente perjudicado.

No hay duda de que en tanto que subsiste la familia bajo su forma monárquica, modelo de los Estados que nos gobiernan, el ejercicio de nuestra firme voluntad de intervención hacia el niño contra los padres y los curas será de cumplimiento difícil, pero por eso mismo deben dirigirse en ese sentido nuestros esfuerzos, porque no hay término medio: se ha de ser defensor de la justicia o cómplice de la iniquidad.

En este punto se plantea también, como en todos los demás aspectos de la cuestión social, el gran problema que se discute entre Tolstoi y otros anarquistas acerca de la resistencia o no resistencia al mal. Por nuestra parte opinamos que el ofendido que no se resiste entrega de antemano a los humildes y los pobres a los opresores y a los ricos. Resistamos sin odio, sin rencor ni ánimo vengativo, con la suave serenidad del filósofo que reproduce exactamente la profundidad de su pensamiento y su decidida voluntad en cada uno de sus actos. Téngase presente que la escuela actual, tanto si la dirige el sacerdote religioso como el sacerdote laico, va franca y decididamente contra los hombres libres, como si fuera una espada o mejor como millones de espadas, porque se trata de preparar contra todos los innovadores a los hijos de la nueva generación.

Comprendemos la escuela, como la sociedad, «sin dios ni amo» y por consiguiente consideramos como funestos todos esos antros donde se enseña la obediencia a dios y sobre todo a sus supuestos representantes, los amos de todas las clases, curas, reyes, funcionarios, símbolos y leyes. Reprobamos tanto las escuelas en que se enseñan los pretendidos deberes cívicos, es decir, el cumplimiento de las órdenes de los erigidos en mandarines y el odio a los habitantes del otro lado de las fronteras, como aquellas otras en que se repite a los niños que han de ser como «báculos en manos de sacerdotes». Sabemos que ambas clases de escuelas son funestas e igualmente malas, y cuando tengamos la fuerza cerraremos unas y otras.

«¡Vana amenaza!» se dirá con ironía. «No sois los más fuertes y aun dominamos los reyes, los militares, los magistrados y los verdugos». Así parece, mas todo ese aparato de represión no nos espanta, porque también la verdad es una fuerza poderosa que descubre los horrores que se ocultan en las tinieblas de la maldad; lo prueba la historia, que se desarrolla en nuestro favor, porque, si es cierto que «la ciencia ha quebrado» para nuestros adversarios, no por eso ha dejado de ser un solo instante nuestra guía y nuestro apoyo.

La diferencia esencial entre los sostenedores de la Iglesia y sus enemigos, entre los envilecidos y los hombres libres, consiste en que los primeros, privados de iniciativa propia, no existen sino por la masa, carecen de todo valor individual, se debilitan poco a poco y mueren, mientras que la renovación de la vida se hace en nosotros por la acción espontánea de las fuerzas anárquicas. Nuestra naciente sociedad de hombres libres, que trata penosamente de desprenderse de la crisálida burguesa, no podría tener esperanza de triunfo, ni aun hubiese vencido, si hubiera de luchar con hombres de voluntad y energía propias; pero la masa de los devotos y de las devotas, ajada por la sumisión y la obediencia, queda condenada a la indecisión, al desorden volitivo, a una especie de ataxia intelectual. Cualquiera que sea, desde el punto de vista de su oficio, de su arte o de su profesión, el valor del católico creyente y practicante; cualesquiera que sean también sus cualidades de hombre, no es, respecto del pensamiento, más que una materia amorfa y sin consistencia, puesto que ha abdicado completamente su juicio, y por la fe ciega se ha colocado voluntariamente fuera de la humanidad que razona.

Forzoso es reconocer que el ejército de los católicos tiene en su favor el poder de la rutina, el funcionamiento de todas las supervivencias y continúa obrando en función de la fuerza de la inercia. Millones de individuos doblan espontáneamente las rodillas ante el sacerdote resplandeciente de oro y seda; impulsada por una serie de movimientos reflejos, se amontona la multitud en las naves del templo en los días de la fiesta patronal; se celebra la Navidad y la Pascua, porque las generaciones anteriores han celebrado periódicamente esas fiestas; los ídolos llamados la virgen y el niño quedan grabados en las imaginaciones; el escéptico venera sin saber por qué el pedazo de cobre, de marfil o de otra materia tallada en forma de crucifijo; se inclina al hablar de la «moral del Evangelio» y, cuando muestra las estrellas a su hijo, no se olvida de glorificar al divino relojero. Sí, todas esas criaturas de la costumbre, portavoces de la rutina, constituyen un ejército temible por su masa: esa es la materia humana que forma las mayorías y cuyos gritos sin pensamiento resuenan y llenan el espacio como si representaran una opinión. Mas ¡qué importa! Al fin esa misma masa acaba por no obedecer los impulsos atávicos: se la ve volverse indiferente a la palabrería religiosa que ya no comprende; no ve en el cura un representante de Dios para perdonar los pecados, ni un agente del demonio para embrujar hombres y bestias, sino un vividor que desempeña una farsa para vivir sin trabajar: lo mismo el campesino que el obrero no temen ya a su párroco, y ambos tienen alguna idea de la ciencia, sin conocerla aún y, esperando, se forman una especie de paganismo, entregándose vagamente a las fuerzas de la naturaleza.

No hay duda de que una revolución silenciosa que descristianiza lentamente a las masas populares es un acontecimiento capital, pero no ha de olvidarse que los adversarios más terribles, puesto que carecen de sinceridad, no son los infelices rutinarios del pueblo, tampoco los creyentes, pobres suicidas del entendimiento que se ven prosternados en los templos, cubiertos bajo el espeso velo de la fe religiosa que les oculta del mundo real. Los hipócritas ambiciosos que les guían y los indiferentes que sin ser católicos se han unido oficialmente a la Iglesia, los que hacen dinero de la fe, esos son mucho más peligrosos que los cristianos. Por un fenómeno contradictorio en apariencia, el ejército clerical se hace cada vez más numeroso a medida que la creencia se desvanece, debido a que las fuerzas enemigas se agrupan por ambas partes: la Iglesia reúne detrás de sí a todos sus cómplices naturales de los cuales ha hecho esclavos adiestrados para el mando, reyes, militares, funcionarios de todas clases, volterianos arrepentidos y hasta padres de familia que quieren criar hijos modositos, graciosos, cultos, elegantes, pero guardándose con extrema prudencia de cuanto pudiera asemejarse a su pensamiento. «¡Qué decís!», exclamará, sin duda, algún político de esos a quienes apasiona la lucha actual entre las congregaciones y el bloque republicano, especie de fusión del Parlamento francés, «¿no sabéis que el Estado y la Iglesia han roto definitivamente sus relaciones, que los crucifijos y corazones de Jesús y María se quitarán de las escuelas para ser reemplazados por hermosos retratos del presidente de la República? ¿Ignoráis que los niños serán en lo sucesivo preservados cuidadosamente de las supersticiones antiguas, y que los maestros laicos les darán una educación fundada en la ciencia, libre de toda mentira y se mostrarán siempre respetuosos de la libertad humana?» ¡Ah! Harto sabemos que surgen diferencias en las alturas entre los detentadores del poder; no ignoramos que entre las gentes del clero los seculares y los regulares están en desacuerdo sobre la distribución de las prebendas; tenemos por cierto que la antigua querella de las investiduras se continúa de siglo en siglo entre el Papa y los Estados laicos; pero eso no impide que las dos categorías de dominadores, religiosos y políticos, estén en el fondo de acuerdo, aun en sus excomuniones recíprocas, y que comprendan de la misma manera su misión divina respecto del pueblo gobernado; unos y otros quieren someter a los pueblos por los mismos medios, dando a la infancia idéntica enseñanza, la de la obediencia.

Ayer aún, bajo la alta protección de lo que se llama «la República», eran los dueños indiscutibles y absolutos. Todos los elementos de la reacción se hallaban unidos bajo el mismo lábaro simbólico, el «signo de la cruz», pero hubiera sido cándido dejarse engañar por la divisa de esa bandera; no se trataba de fe religiosa, sino de dominación: la creencia íntima era sólo un pretexto para la inmensa mayoría de los que quieren conservar el monopolio de los poderes y de las riquezas; para ellos el objeto único consistía en impedir a todo trance la realización del ideal moderno, a saber: el pan, el trabajo y el descanso para todos. Nuestros enemigos, aunque odiándose y despreciándose recíprocamente, necesitaban, no obstante, agruparse en un solo partido. Hallándose aislados, las causas respectivas de las clases dirigentes resultaban demasiado pobres de argumentos, excesivamente ilógicas para intentar defenderse con éxito por sí solas, y por lo mismo les era indispensable coaligarse en nombre de una causa superior, y echaron mano de su Dios, al que denominan «principio de todas las cosas», «gran ordenador del universo». Y por eso, considerando demasiado expuestos los cuerpos de tropas en una batalla, abandonan las fortificaciones exteriores recientemente construidas, y se reúnen en el centro de la posición, en la ciudadela antigua, acomodada por los ingenieros a la guerra moderna.

Pero excesivamente ambiciosos, los curas y los frailes han incurrido en imprudencia notoria: jefes de la conspiración, en posesión de la consigna divina, han exigido una parte harto ventajosa del botín. La Iglesia, insaciable siempre en la rapiña, exigió un derecho de entrada a todos sus nuevos aliados, republicanos y otros, consistente en subvenciones para todas sus misiones extranjeras, en la guerra de China y en el saqueo de los palacios imperiales. De este modo se han acrecentado prodigiosamente las riquezas del clero: sólo en Francia han aumentado mucho más del doble en los veinte últimos años del siglo pasado: se cuenta por miles de millones el valor de las tierras y de las casas que pertenecen declaradamente a los curas y a los frailes; por no hablar de los miles de millones que poseen bajo los nombres de señores aristócratas y viejas rentistas. Los jacobinos ven con buenos ojos que esas propiedades se acumulen en las mismas manos, esperando que un día de un solo golpe se apodere de ellos el Estado; pero ese remedio cambiará la enfermedad sin curarla. Esas propiedades, producto del dolo y del robo, han de volver a la comunidad de donde fueron extraídas; forman parte del gran haber terrestre perteneciente al conjunto de la humanidad.

Por exceso de ambición, las gentes de iglesia han cometido la torpeza, inevitable por otra parte, de no evolucionar con el siglo, y llevando además a cuestas su bagaje de antiguallas, se han retrasado en el camino. Chapurrean el latín, lo que les ha hecho olvidar el francés que se habla en París; deletrean la trilogía de Santo Tomás, pero esa trasnochada fraseología no les sirve gran cosa para discutir con los discípulos de Berthelot. No hay duda de que algunos de ellos, especialmente los clérigos americanos, en lucha con una joven sociedad democrática, sustraída al prestigio de Roma, han tratado de rejuvenecer sus argumentos renovando un poco su antiguo esplendor; pero esa nueva táctica de controversia ha sido desaprobada por la autoridad suprema, y el misoneísmo, el odio a todo lo nuevo ha triunfado: el clero queda rezagado, con toda la horrible banda de magistrados, inquisidores y verdugos, colocándose detrás de los reyes, los príncipes más ricos, no sabiendo respecto de los humildes más que pedir la caridad y no un amplio y hermoso sitio al buen sol que nos ilumina al presente. Ha habido hijos perdidos del catolicismo que han suplicado al Papa que se declare socialista y que se coloque atrevidamente al frente de los niveladores y de los hambrientos, pero en vano, los millones de su «dinero de San Pedro» y su Vaticano son lo que le priva.

¡Hermoso día fue para nosotros, pensadores libres y revolucionarios, aquel en que el Papa se encerró definitivamente en el dogma de la infalibilidad! ¡He ahí al hombre atrapado en una trampa de acero! Ahí está, atado a los viejos dogmas, sin poder desdecirse, renovarse o vivir, obligado a atenerse al Syllabus, a maldecir la sociedad moderna con todos sus descubrimientos y progresos. Ya no es más que un prisionero voluntario encadenado a la orilla que dejamos atrás, y que nos persigue con sus vanas imprecaciones, mientras nosotros surcamos libremente las olas, despreciando a uno de sus lacayos que, por orden de su amo, proclama «la quiebra de la ciencia». ¡Qué alegría para nosotros! Que la Iglesia no quiera aprender ni saber, que permanezca para siempre ignorante, absurda y atada a ese lecho miserable en que yace, que ya San Pablo llamaba su locura: ¡Eso es nuestro triunfo definitivo!

Transportémonos por la imaginación a los futuros tiempos de la irreligión consciente y razonada. ¿En qué consistirá, dadas esas nuevas condiciones, la obra por excelencia de los hombres de buena voluntad? En reemplazar las alucinaciones por observaciones precisas; en sustituir las ilusiones celestes prometidas a los hambrientos por las realidades de una vida de justicia social, de bienestar, de trabajo libre; en el goce por los fieles de la religión humanitaria de una felicidad más sustancial y más moral que aquella con que los cristianos se contentan actualmente. Lo que éstos desean es no tener la penosa tarea de pensar por sí mismos ni haber de buscar en su propia conciencia el móvil de sus acciones; no teniendo ya un fetiche visible como nuestros abuelos salvajes, se empeñan en tener un fetiche secreto que cure las heridas de su amor propio, que les consuele en sus pesares, que les dulcifique la amargura por las horas de la enfermedad y les asegure una vida inmortal exenta de todo cuidado. Pero todo eso de un modo personal: su religiosidad no se cuida de los desgraciados que continúan peligrosamente la dura batalla de la vida; son como aquellos espectadores de la tempestad de quienes habla Lucrecio, que gozan viendo desde la playa la desesperación de los náufragos luchando contra las olas embravecidas; recuerdan de su Evangelio esa vil parábola de Cristo que representa a Lázaro el pobre, «reposando en el seno de Abraham, negándose a humedecer la punta de su dedo en agua para refrescar la lengua del maldito» (Lucas, XVI).

Nuestro ideal de felicidad no es ese egoísmo cristiano del hombre que se salva viendo perecer a su semejante y que niega una gota de agua a su enemigo; nosotros, los anarquistas, que trabajamos por nuestra completa emancipación, colaboramos por esto mismo a la libertad de todos, aún a la de aquel más rico a quien libraremos de sus riquezas y le aseguraremos el beneficio de la solidaridad de cada uno de nuestros esfuerzos.

No se concibe nuestra victoria personal sin que por ella se obtenga al mismo tiempo una victoria colectiva; nuestro anhelo de felicidad no puede colmarse sino con la felicidad de todos, porque la sociedad anarquista, lejos de ser un cuerpo de privilegiados, es una comunidad de iguales, y será para todos una felicidad inmensa, de la que no podemos formarnos idea actualmente, vivir en un mundo en que no se verán niños maltratados por sus padres ni serán obligados a recitar el catecismo, hambrientos que pidan el céntimo de la caridad, mujeres que se prostituyen por un pedazo de pan ni hombres válidos que se dediquen a ser soldados o polizontes faltos de medio mejor de atender a su subsistencia. Reconciliados todos, porque los intereses de dinero, de posición, de casta, no harán enemigos natos a los unos de los otros, los hombres podrán estudiar juntos, tomar parte, según sus aptitudes personales, en las obras colectivas de la transformación planetaria, en la redacción del gran libro de los conocimientos humanos; en una palabra, gozarán de una vida libre, cada vez más amplia, poderosamente consciente y fraternal, librándose así de las alucinaciones, de la religiosidad y de la Iglesia, y por encima de todo, podrán trabajar directamente para el porvenir, ocupándose de los hijos, gozando con ellos de la naturaleza y guiándoles en el estudio de las ciencias, de las artes y de la vida.

Los católicos pueden haberse apoderado oficialmente de la sociedad, pero no son ni serán sus amos, porque no saben más que ahogar, comprimir y empequeñecer: todo lo que es la vida se les escapa. En la mayor parte su fe es muerta: no les queda más que la gesticulación piadosa, las genuflexiones, los oremus, el recuento del rosario y el coronamiento del breviario. Los buenos entre los clérigos se ven obligados a huir de la Iglesia para encontrar un asilo entre los profanos, es decir, entre los confesores de la fe nueva, entre nosotros, anarquistas y revolucionarios, que vamos hacia un ideal y que trabajamos alegremente para realizarla.

Fuera, pues, de la Iglesia, absolutamente fracasada para todas las grandes esperanzas, se cumple todo lo que es grande y generoso. Y fuera de ella y aún a pesar suyo, los pobres, a quienes los clérigos prometían irónicamente todas las riquezas celestiales, conquistarán al fin el bienestar en la vida presente. A pesar de la Iglesia se fundará la verdadera Comuna, la sociedad de los hombres libres, hacia la cual nos han encaminado tantas revoluciones anteriores contra el cura y contra el rey.

(1903)


Abolición de la Inquisición romana en 1966

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