miércoles, 23 de marzo de 2011

CNT rechaza la guerra en Libia y la participación del gobierno español en la misma

Los gobiernos que durante años apoyaron y armaron a Gadafi al igual que hicieron con otros regímenes como el de Mubarak en Egipto o Ben Alí en Tunez no tienen ninguna credibilidad.

CNT rechaza el inicio de bombardeos contra Libia y la participación del gobierno español en los mismos.


Esta nueva guerra no hará sino agravar la situación del pueblo libio, como ya pusieron de manifiesto intervenciones similares en Yugoslavia, Afganistán o Irak. Al igual que en estos países, las razones humanitarias esgrimidas no son sino la pantalla de hipocresía y cinismo tras la cual se esconden los descarados intereses de las elites capitalistas en su rapiña de los recursos energéticos del planeta.

Las intervenciones militares arrastran siempre un reguero de víctimas civiles, destrucción de infraestructuras y desorganización de los servicios públicos fundamentales, provocando en definitiva sufrimiento y muerte a la población civil en beneficio de las elites de turno.

Amparados en una ONU y en un Consejo de Seguridad sin legitimidad alguna, las potencias capitalistas solo pretenden asegurar el acceso al petróleo y el gas libio,a la vez que tratan de recuperar el dominio de una zona vital, dominio que se ha visto cuestionado por las sucesivas revueltas populares de los últimos meses.

No deja de ser paradójico, que esta guerra cuente con el apoyo y participación de la Liga Árabe, compuesta por gobiernos en su mayoría tan dictatoriales como el libio, con muchos de ellos aplastando en estos mismos momentos revueltas populares en sus países (Arabia Saudí, Bahrein, Yemen, Marruecos, etc.).

Muchas de estas revueltas han tenido en sus orígenes un importante componente social, de oposición a las políticas económicas impuestas por instituciones capitalistas como el FMI y sus consecuencias de paro, alza del precio de productos básicos, privatización de servicios públicos, etc, con un fuerte protagonismo de las luchas obreras, poniendo en marcha experiencias de autogestión y organización popular, que ahora se intentarán silenciar y redirigir hacia cambios institucionales que no cuestionen el orden social y económico capitalista.

Ninguna credibilidad pueden tener los gobiernos que durante años apoyaron y armaron a Gadafi al igual que hicieron con otros regímenes como el de Mubarak en Egipto o Ben Alí en Tunez. Ninguna confianza deberían inspirarnos quienes continúan apoyando a regímenes igualmente dictatoriales y brutales como el de Marruecos, Arabia Saudí o Israel.

Nada deben esperar por tanto los trabajadores y trabajadoras de una orilla u otra del Mediterráneo de las elites capitalistas occidentales ni de las elites árabes a su servicio, sólo obtendrán colonialismo económico, depredación de sus recursos y políticas económicas neoliberales bajo el envoltorio de reformas democráticas formales y desde arriba, mientras en nada afecten al orden económico y social.

Igualmente nada han aportado a los trabajadores los planteamientos nacionalistas y militaristas, envueltos en demagogia revolucionaria como los que durante años agitaron los Gadafi y quienes les apoyaban, que ninguna simpatía nos suscitan y tras los cuales solo se esconde el más descarado capitalismo de estado, la dictadura y la corrupción.

La política de guerra en la orilla sur del Mediterráneo, no es sino el reverso necesario de las medidas de ajuste y recorte de derechos en Europa, impuesta por elites decididas a recuperar sus beneficios , haciendo recaer los efectos de la crisis económica con toda su dureza sobre las clases trabajadoras, mientras se asegura el acceso a los recursos y aumenta la militarización de un espacio vital para gestionar las tensiones que el avance de la crisis económica, ecológica y social no harán sino aumentar.

No en vano figuras como Gadafi han jugado un papel fundamental en el control de los flujos migratorios de trabajadores africanos hacia Europa, al servicio de las elites que sufragan sus centros de internamiento de trabajadores, política que la militarización de esta zona no hará sino reforzar levantando un nuevo muro, reforzando la xenofobia y el fascismo.

En España, el gobierno del PSOE lanzado en la cuesta abajo de poner en marcha aplicadamente las sucesivas contrarreformas y medidas antiobreras y antisociales exigidas por una Europa al servicio del Capital, se destaca ahora en la participación en esta guerra, para la que no hay problemas de financiación, al contrario de lo que ocurre con los servicios públicos y los gastos sociales.

Así, el gobierno, además de posicionarse en el nuevo escenario del norte de África y asegurarse acceso al reparto de sus recursos, desvía la atención sobre la cruda realidad social de precariedad y paro a la que nos enfrentamos la clase trabajadora consecuencia de sus políticas económicas.

Una vez más, como ocurrió con la firma del último pacto social, cuenta el gobierno del PSOE con la complicidad y el apoyo de CC OO y UGT y otras fuerzas de la izquierda institucional, a la vez que ultiman la reforma de la negociación colectiva, nuevo ataque a los derechos de los trabajadores al servicio del Pacto del Euro.

Llamamos a los trabajadores a apoyar las revueltas obreras en el norte de África y Oriente Medio, oponiéndose a las injerencias militares, apoyando desde una perspectiva libertaria las experiencias de autoorganizacion, apoyo mutuo y acción directa, oponiéndose al gasto militar y a la preparación de la guerra.

Es especialmente necesaria la solidaridad con los trabajadores migrantes y la lucha contra las fronteras, exigiendo libertad de movimiento, iguales derechos y el fin de los centros de internamiento y las leyes de excepción en ambas orillas del Mediterráneo, reclamando la acogida de todos los refugiados de las guerras, hambrunas y persecuciones.

No hay mejor solidaridad que rebelarnos nosotros mismos en Europa contra las elites capitalistas cuyo único programa es la guerra, el recorte de derechos, la rapiña y la destrucción ecológica como única vía para prolongar un capitalismo en crisis permanente, desenmascarando a quienes desde la izquierda y el sindicalismo institucional apuntalan un sistema sin futuro.

Las clases populares del mundo árabe han demostrado la posibilidad de enfrentarse a regímenes y realidades que se pensaban inamovibles, sigamos su impulso y no dejemos que la guerra sea la respuesta a la esperanza de un cambio revolucionario a ambos lados del Mediterráneo.

Secretariado Permanente del Comité Confederal de CNT

lunes, 21 de marzo de 2011

En torno al nacionalismo africano

Joan Peiró nos solía decir: «Cambiar de amos no es lo mismo que emanciparse de ellos». Eso mismo es lo que les pasó a las gentes de los países colonizados por las potencias europeas en el siglo XIX, que tras la independencia , en el XX, lo único que hicieron fue simplemente eso: cambiar de amos, de los ocupantes a los naturales. Y siendo los nuevos dirigentes de la misma extracción social que el de los colaboradores con el colonialismo, por no decir que fuesen la misma gente, que de ser los segundones pasaron a ser los jefes. Más o menos es lo que todo tipo de nacionalismo busca, aunque lo disfracen como «liberación nacional» o «autodeterminación», algo que, más o menos parecido, ya pusimos en el texto titulado Que ardan todas las patrias.

En este caso, como ejemplo, me valgo de algunos retazos de «Las naciones africanas», del profesor de Historia Contemporánea de la Complutense José Urbano Martínez Carreras, publicado para CUADERNOS DEL MUNDO ACTUAL, número 18, de Historia 16.

Según G. Barraclough, el nacionalismo surgió en Asia un siglo más tarde que en Europa, y en el África negra cincuenta años después que en Asia. Los fenómenos de toma de conciencia nacional en África se sitúan en un período relativamente restringido y homogéneo, y entre los objetivos de los movimientos nacionales africanos se distinguen principalmente tres: un movimiento de reforma social, el deseo de unificación del país y un movimiento hacia la independencia nacional.

El nacionalismo africano constituye una innegable fuerza en el mundo actual, habiéndose desarrollado especialmente tras la Segunda Guerra Mundial y adquirido su configuración definitiva con las independencias de los años sesenta. En todo caso, existió un sentimiento de nacionalismo africano antes de la aceleración producida durante la guerra, cuando grupos y partidos luchaban por tener un gobierno propio; y se podría afirmar que en el período de preguerra existió en algunas zonas un nacionalismo residual. El principal ingrediente del nacionalismo está constituido por la voluntad de ser una nación, por lo que a pesar de las disputas fronterizas, de la fricción interna y de la inestabilidad de los regímenes, el nacionalismo africano ha llegado a ser una realidad creciente.

En el desarrollo del nacionalismo africano al sur del Sahara se distinguen cinco fases y tipos que evolucionan entre la segunda mitad del siglo XIX y mediados del XX, y que son: 1) los movimientos de resistencia contra la invasión europea; 2) los movimientos de protesta milenaria contra el régimen colonial; 3) el período de gestación y adaptación de las nuevas estructuras locales; 4) la fase de agitación nacionalista a favor del autogobierno; y 5) la adopción por el nacionalismo de programas sociales para las masas.

Las condiciones que llevan a la destribalización y al nacionalismo son: la interrupción de la economía agrícola tradicional; la atracción del trabajo hacia las plantaciones, minas y fábricas por medio de impuestos y persuasión; las escuelas de misioneros; el liberalismo secular; los viajes al exterior de los africanos como estudiantes, trabajadores y soldados; las nuevas fronteras coloniales que atravesaban viejas divisiones tribales; y las lenguas europeas.


Sobre la composición social de los movimientos nacionalistas africanos ya en la situación colonial se encuentra una estratificación entre las elites y las masas populares; esas elites constituyen unas minorías privilegiadas, modernizadas por la acción colonial, y procedentes en gran parte de los sectores tradicionales de la sociedad, que juegan un papel determinante en los movimientos nacionales, y que refuerzan su posición dirigente durante la independencia, reivindicando el mérito de su adquisición. Los movimientos nacionales nunca se han expresado en estado puro, y el campo de acción política ha sido permeabilizado y a menudo sobrepasado por los niveles sociales, tribales y religiosos; en muchos casos, la reivindicación nacional propiamente dicha ha sido la obra de elites, sociales y tribales, y en ningún caso la participación popular ha sido verdaderamente masiva, deliberada o consciente. Las masas populares han participado a través de diversos medios de acción: rebeliones campesinas, asociaciones de carácter étnico, agrupaciones religiosas e institucionales de tipo moderno como sindicatos, organizaciones estudiantiles o partidos políticos, entre otras.

Ha sido a través del mismo movimiento nacional, animado por los grupos dirigentes, cómo los países del África negra se han constituido en naciones, por encima de rivalidades complejas que se han superado en función de una lucha común contra las potencias coloniales europeas. Cada movimiento nacional por la independencia en una situación colonial contiene dos elementos: la exigencia de libertad política y la revolución contra la pobreza y la explotación.

(…)

Las nuevas clases sociales surgidas por la dominación colonial eran incapaces de elaborar un proyecto de sociedad contradictorio con la colonización: los obreros proletarios porque se encontraban en la mayor parte de los casos en una situación de inestabilidad, dispersos y carentes de organizaciones propias; los pequeños burgueses porque, formados en la cultura occidental y ocupando una posición relativamente favorecida en el sistema colonial, buscaron menos combatir esta situación que beneficiarse de sus privilegios. Fue solamente a partir de la Segunda Guerra Mundial cuando abrumados por su conservadurismo y por las presiones de los poderes coloniales, las burguesías nacionales resolvieron ponerse a la cabeza del movimiento de hostilidad general contra los europeos que se manifestaba en las diferentes colonias. Este viraje debía servirles para asegurarse el control de la totalidad del poder político una o dos décadas más tarde, mientras que la prolongación del régimen colonial les habría permitido solamente, en todo caso, ser asociados al ejercicio de las responsabilidades políticas.

Todos estos factores y elementos, tanto políticos como económicos y sociales, se trasmitieron como herencia colonial a las nuevas naciones del África independiente.


(…)

En África habían existido Estados antes de la llegada del colonialismo europeo, pero el nacionalismo en su sentido moderno fue para África un fenómeno contemporáneo, alentado entre otros elementos por el liberalismo, el cristianismo y el socialismo. Por otro lado, la relación directa entre colonialismo y nacionalismo queda demostrada por el hecho de que, cuanto más progresaba el proceso de aculturación en una colonia africana, mayor era el grado de nacionalismo. El nacionalismo africano existió en el contexto de una historia que él mismo ayudó a crear, y provino del curso favorable que le infundió una energía creciente. Al principio, fue necesariamente menos político que cultural, tanto internacional como localmente. La historia del nacionalismo africano es necesariamente confusa, dado que las escalas cronológicas varían en gran medida. Debido al mayor o menor grado de desarrollo económico y a la presencia o ausencia de comunidades de colonos blancos, las naciones africanas han pasado por las diversas fases comunes de desarrollo político en momentos diferentes. Y cuanto más represiva era la situación política, más se dirigían las energías nacionalistas hacia expresiones culturales y religiosas; cuanto menos represiva era la situación, más directamente políticas eran sus manifestaciones.

Los partidos políticos nacionalistas fueron creaciones casi directas de las potencias coloniales, en el sentido de que bastó la más pequeña decisión de representación política africana para estimular su desarrollo. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, toda África, menos el norte, carecía todavía de un movimiento nacionalista propiamente enraizado y de amplia base. Pero en los años sesenta, prácticamente toda África, salvo los países controlados por los blancos en la zona austral, se hallaba bajo los gobiernos autóctonos poscoloniales y había alcanzado su independencia.


En la época de la lucha por la independencia, los diferentes grupos comprometidos en los movimientos nacionalistas han concebido proyectos tanto sobre las formas del Estado como de gobierno. Para las elites africanas el objetivo primordial, más o menos claramente formulado, era sustituir el Estado colonial por un Estado nacional. Teniendo en cuenta el nivel de cultura política de esas elites, esta aspiración debe menos a la adopción de modelos extranjeros que a las condiciones concretas de las luchas por la independencia. Este Estado nacional era concebido como la emanación del pueblo en su totalidad, en la medida en que la visión más común representaba a las poblaciones colonizadas como habiendo sufrido de una manera indiferenciada la dominación extranjera. Debía encarnar al pueblo victorioso sobre el colonialismo, y en consecuencia revestir formas unitarias y centralizadas. Esta visión es uno de los resortes del unitarismo que caracteriza la mayor parte de los movimientos nacionalistas. Ello ha conducido a la reprobación de los proyectos más flexibles o más exigentes en cuanto a la forma del Estado, sobre todo a los que querían proyectar las diferencias étnicas o regionales en las estructuras políticas. Se ha conseguido la unanimidad en condenar el tribalismo o el regionalismo, como una manipulación del imperialismo resuelto a dominar y dividir.

Las masas populares tenían otras aspiraciones. Por un lado, se manifestaban, prácticamente, bajo la forma de boicot, de desobediencia civil o de resistencia pasiva, por el rechazo de las formas más represivas del Estado colonial. Por otro, se expresaban en la atenta impaciencia hacia las nuevas autoridades políticas. Este proyecto apuntaba hacia una forma de poder y era en definitiva indiferente hacia la forma del Estado. Diferente del proyecto específico de las elites nacionales, podía tanto armonizarse como entrar en conflicto con él.

(1993)

martes, 15 de marzo de 2011

Sobre el euskera y los vascos

Otro añadido más sobre los mitos nacionalistas, en este caso algunas cosas sobre los vascos y su lengua.

«Se ha supuesto, por motivos de continuidad lingüística, que una lengua o lenguas antecesoras del vasco se hablaría entre los habitantes prerromanos de la actual comunidad de Euskadi, así como entre los vascones; pero los documentos epigráficos encontrados en la zona, fundamentalmente en Navarra y Álava, presentan nombres latinos o latinizados, siendo estos últimos casi sin excepción de origen indoeuropeo, y en las leyendas monetales del llamado grupo vascón Villar [Francisco Villar Liebana] ha observado el uso de formas gramaticales onomásticas célticas. A esto hemos de unir el hecho de que los primeros documentos escritos que encontramos en lengua vasca no remontan la Edad Media, lo cual supone casi un milenio de diferencia con respecto a la constatación histórica de estos pueblos por los autores clásicos. La actual lengua vasca parece emparentada con el aquitano hablado hasta el río Garona en época prerromana, y también permite hacer lecturas comprensibles de algunas inscripciones ibéricas, presentando ciertas similitudes en algunos radicales y morfología verbal, pero también diferencias que parecen insalvables. Hay también que tener en cuenta que el vasco actual parece haber perdido gran parte de su vocabulario original, adoptando términos latinos previamente transformados fonéticamente, algunos célticos, como los relacionados con la organización de la familia o el sistema vigesimal, y por los modernos castellano y francés.»




El origen de los vascos


El error…

Los vascos serían los habitantes más antiguos de Europa y el euskera, la lengua más vieja del continente. «El pueblo vasco es en realidad el descendiente de un pretérito grupo de la cultura pirenaica, cuyos orígenes se remontan al pueblo indígena del norte de España del Paleolítico Superior», escribió en 1923 el prehistoriador catalán Pedro Bosch-Gimpera. A mediados del siglo pasado, basándose en la preponderancia del factor Rh negativo entre la población vasca, el químico y hematólogo británico Arthur Ernest Mourant propuso que eran los únicos descendientes puros de los cazadores-recolectores del Paleolítico, los cromañones. Los vascos serían, por tanto, europeos originales, una raza que no se mezcló con los inmigrantes neolíticos que trajeron la agricultura desde Oriente Próximo. Milenios después, su territorio fue el único peninsular que no pudo conquistar el Imperio Romano.

¿Una raza más «pura»? Ciertas características genéticas, así como su lengua, han rodeado a los vascos de un cierto misterio sobre su origen. Pero es el mismo que el resto de los europeos.

La lengua y algunas peculiaridades genéticas han provocado dudas sobre el origen de los vascos. Se ha dicho de ellos desde que proceden de los Urales hasta que son los últimos iberos o descendientes de los atlantes. Y se les ha retratado siempre independientes y resistentes a los invasores. «El pueblo vasco ha conseguido, a lo largo de los siglos, conservar y desarrollar su cultura de origen cromañonoide», escribe Louis Charpentier en El misterio vasco (1975). Para este autor, eso fue posible porque nadie consiguió someterles: los celtas no cruzaron sus tierras porque eran «territorio sagrado para los descendientes de la raza cromañón» y, luego, los romanos «aceptaron la instalación de factorías y establecimientos [romanos], que en nada perjudicaron su soberanía».

La presencia prehistórica de los vascos en el territorio que ahora ocupan y su resistencia a todos los invasores es, sin embargo, imposible de sostener desde un punto de vista histórico. No hay pruebas de la presencia del euskera en la región hasta el siglo III, cuando se supone que inmigrantes de Aquitania o el Pirineo traen la lengua vasca a lo que es hoy Euskadi. Antes que ellos, vivieron allí los indoeuropeos, a quienes deben sus nombres, por ejemplo, los ríos Nervión y Deba.

Alrededor del cambio de era, Roma conquistó la cornisa cantábrica para garantizar el suministro por mar de las tropas destinadas al norte del continente y crear rutas comerciales. Los indígenas que vivían en lo que hoy es el País Vasco —a los que sería precipitado llamar vascos— ofrecieron resistencia, aunque menor que sus vecinos astures y cántabros. El Imperio ocupó la costa y fundo los puertos de Irún, San Sebastían, Zarautz, Lekeitio, Bermeo y Bilbao, entre otras localidades.

El origen de los vascos es el mismo que el del resto de los europeos, en contra de lo sostenido por algunos autores del siglo XX. Esto ha sido confirmado por la genética, que todavía intenta dilucidar en qué medida los europeos descienden de los cromañones y de las poblaciones neolíticas. En este nuevo escenario, las peculiaridades biológicas de los vascos —incluido el Rh negativo— no hundirían sus raíces en un origen diferente al de sus vecinos, sino en factores ambientales y patógenos. Así, un análisis del ADN de 300 individuos de 10 regiones españolas demuestra que los vascos no se diferencian genéticamente de las demás poblaciones peninsulares.

Muy Historia. Nº 32 / 2010

lunes, 14 de marzo de 2011

El nacionalismo actual disfrazado de «izquierdista»

Como complemento al texto Que ardan todas la patrias, a mediados del siglo pasado, ya después de la II Guerra Mundial y con la descolonización en el llamado Tercer Mundo, vuelve a surgir con fuerza la alianza del nacionalismo con la llamada «Izquierda».

El nacionalismo aprovechando el discurso antiimperialista se disfraza de «socialista» para hacer olvidar su pasado colaboracionista con el fascismo y ocultar, también, sus raíces ultramontanas. Los movimientos políticos y sociales post-sesentayochistas fueron fácilmente infectados de todo tipo de ideología nacionalista, algo que ha llegado, lamentablemente, hasta nuestros días.

El historiador británico marxista Eric Hobsbawm nos dice algo semejante en su libro Naciones y nacionalismo desde 1780 en el capítulo quinto: «El apogeo del nacionalismo, 1918-1950».

Por Eric Hobsbawm

Huelga decir que las relaciones entre la izquierda y el nacionalismo de los países dependientes eran más complejas de lo que podría sugerir una fórmula sencilla. Aparte de sus propias preferencias ideológicas, a los revolucionarios antiimperiales, por internacionalistas que fuesen en teoría, les preocupaba conseguir la independencia para su propio país y nada más. No prestaban atención a sugerencias de que aplazaran o modificaran su objetivo en beneficio de un objetivo mundial más amplio, como, por ejemplo, ganar la guerra contra la Alemania nazi y el Japón, los enemigos de sus imperios que (siguiendo un tradicional principio feniano) muchos de ellos consideraban como los aliados de su nación, especialmente durante los años en que pareció casi seguro que iban a ganar. Desde el punto de vista de la izquierda antifascista, alguien como Frank Ryan era difícil de entender: luchador republicano irlandés tan izquierdista, que combatió por la República española en las Brigadas Internacionales, pero que, tras ser capturado por las fuerzas del general Franco, apareció en Berlín, donde hizo cuanto pudo por ofrecer a Alemania el apoyo del IRA a cambio de la unificación del norte y el sur de Irlanda después de una victoria alemana. Desde el punto de vista del republicanismo irlandés tradicional, era posible ver a Ryan como alguien que seguía una política consecuente, aunque tal vez mal calculada. Había motivos para acusar a Subhas C. Bose («Netaji»), el héroe de las masas bengalíes y anteriormente importante figura radical del Congreso Nacional Indio, que se unió a los japoneses y organizó un ejército nacional indio, para luchar contra los britanicos, con los soldados indios que habían caído prisioneros en los primeros meses de la guerra. Con todo, la acusación no podía basarse en el hecho de que en 1942 pareciese obvio que los aliados iban a ganar la guerra en Asia: una victoriosa invasión de la India por los japoneses distaba mucho de ser improbable. Muchos líderes de movimientos antiimperialistas, más de los que nos gusta recordar, vieron en Alemania y el Japón la manera de librarse de los británicos y los franceses, especialmente hasta 1943.

A pesar de todo, el movimiento general hacia la independencia y la descolonización, en especial a partir de 1945, estuvo asociado en modo discutible con el antiimperialismo socialista/comunista, lo cual es quizá la razón de que tantos estados descolonizados y con la independencia recién adquirida, y no únicamente aquellos en que los socialistas y los comunistas habían desempeñado un papel importante en las luchas por la liberación, se declararán «socialistas» en algún sentido. La liberación nacional se había convertido en una consigna de la izquierda. Paradójicamente, los nuevos movimientos étnicos y separatistas de Europa occidental llegaron así a adoptar la fraseología social-revolucionaria y marxista-leninista que tan mal encaja en sus orígenes ideológicos en la ultraderecha de antes de 1914, y el historial pro fascista e incluso, durante la guerra, colaboracionista de algunos de sus militantes de más edad. Que jóvenes intelectuales de la izquierda radical se apresurasen a ingresar en tales movimientos cuando 1968 no produjo el milenio esperado dio más ímpetu a esta transformación de la retórica nacionalista, mediante la cual los pueblos ancestrales a los que se impedía ejercer su derecho natural a la autodeterminación fueron reclasificados como «colonias» que también se liberaban a sí mismas de la explotación antiimperialista.

Cabe argüir que desde el decenio de 1930 hasta el de 1970 el discurso dominante en la emancipación nacional se hizo eco de las teorías de la izquierda, y, en particular, de lo que ocurría en el marxismo del Komintern. Que el idioma alternativo de la aspiración nacional se hubiera desacreditado tanto a causa de su asociación con el fascismo, hasta el punto de quedar virtualmente excluido del uso público durante una generación, meramente hacía que esta hegemonía del discurso izquierdista fuese más obvia. Hitler y descolonización parecían haber restaurado la alianza del nacionalismo con la izquierda que tan natural parecían antes de 1848. Hasta el decenio de 1970 no volvieron a aparecer legitimaciones alternativas para el nacionalismo. En Occidente, las principales agitaciones nacionalistas del periodo, que iban dirigidas fundamentalmente contra regímenes comunistas, volvieron a adoptar formas más sencillas y más viscerales de afirmación nacional, incluso cuando, de hecho, no rechazaban ninguna ideología que emanase de partidos comunistas gobernantes. En el «Tercer Mundo» el auge del integrismo religioso, sobre todo bajo varias formas islámicas, pero también en otras variantes religiosas (por ejemplo, el budismo entre los ultras cingaleses de Sri Lanka), proporcionó los cimientos tanto para el nacionalismo revolucionario como para la represión nacional. Vista en retrospectiva, la hegemonía ideológica de la izquierda desde el decenio de 1930 puede aparecer como un ínterin, o incluso una ilusión

1991

martes, 8 de marzo de 2011

Extracto de El Intruso de Vicente Blasco Ibañez

[Ya que el compañero Pavel ha mencionado la novela El intruso de Vicente Blasco Ibáñez no estaría de más citar un pasaje harto esclarecedor de este magistral relato. Se trata de una conversación que tiene lugar en el capítulo III de la obra entre Urquiola, un nacionalista vasco ex estudiante de Deusto; Sánchez Morueta, un rico industrial bilbaíno de ideología liberal; y el primo de este último, el médico Aresti, de ideología socialista y anticlerical. La postura retrógrada y racista del nacionalista Urquiola pretende la expulsión de los maketos al otro lado del Ebro y volver a modo de vida vasco tradicional, preindustrial y dominado por la Iglesia (es especial por la Compañía de Jesús). Sin embargo, Urquiola le hace la rosca al adinerado Sánchez Morueta, defensor del progreso científico y tecnológico, sobre todo si repercute en beneficio de su fortuna. Por último, Aresti, aún siendo defensor de los avances técnicos y de la modernidad, exige que esos avances beneficien a los asalariados (independientemente de su origen geográfico), auténticos creadores de la riqueza que hizo del País vasco una de las zonas más ricas de España. Y, como telón de fondo, la crítica al "intruso", a la muy vasca compañía de Jesús, auténtico freno a todo avance social, crítica que también llevó a cabo Blasco en su extensa novela La araña negra.

Llama la atención al leer este pasaje cómo buena parte de la izquierda actual defiende una postura análoga a la del reaccionario Urquiola cuando pide la vuelta a las "culturas" como compartimentos estancos y al modo de vida preindustrial. Lamentable lo mucho que hemos retrocedido en lo ideológico.]


Vista del Bilbao industrial

"Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en el café ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventud piadosa y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo del pueblo; la Iglesia estaba siempre con los de abajo y el Santo Padre escribía encíclica sobre encíclica en favor de los obreros. Pero el pueblo era para él, la gente de los campos, los aldeanos respetuosos con el cura y el señor, guardadores de las santas tradiciones. Que le diesen á él las buenas gentes de las anteiglesias vascas, religiosas y de sanas costumbres, sin más diversión que bailar el aurrescu los domingos y la espata danza en las fiestas del patrón, ni otros vicios que empinar un poco el codo en las romerías. Aquella gente vivía feliz en su estado, sin soñar en repartos ni en revoluciones; antes bien, dispuesta á dar su sangre por Dios y las sanas costumbres. Que no le hablasen á él del populacho de las minas; corrompido y sin fe; hombres de todas las provincias, maketos llegados en invasión, trayendo con ellos lo peor de España, contaminando con sus vicios la pureza del país; siempre descontentos y amenazando con huelgas, deseando el exterminio de los ricos y comparando su miseria con el bienestar de los demás, como si hasta en el cielo no existiesen categorías y clases.

Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas palabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto:

—Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demás zarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casi todos los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un día á Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.

Aresti volvióse hacia su primo, que comía silencioso, lanzando alguna que otra mirada al sobrino de su mujer.

—¿Qué te parece, Pepe, cómo piensan estos jóvenes?

Y encarándose con Urquiola, le dijo con una timidez irónica, dando á entender su deseo de rehuir discusiones con él.

—Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño maketo y pecador, es el que trabaja y da prosperidad á Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo en las minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta tierra? Los buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo y aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellos llegasen. Son como los negros que en otros tiempos eran llevados á América para mantener á los blancos. Vienen empujados por la miseria, y ya que no podemos agradecer su sacrifico con el látigo, les pagamos con malas palabras.

Urquiola encabritábase ante las palabras desdeñosas del doctor. Abominaba de aquella gente perdida, incapaz de regeneración: la prueba era que no ahorraban, que no hacían el menor esfuerzo por salir de su estado.

—¡El ahorro!—exclamó Aresti.—¡Ahorrar y enriquecerse, teniendo unos cuantos reales de jornal, y viviendo rodeados de gentes de su misma clase que les explotan en el alimento y en la casa!...

—Eso no—intervino Sánchez Morueta, con autoridad.—Ya sabes, Luis, que no estoy conforme con tus ideas. El obrero español es víctima de la imprevisión. En otros países es distinto: el trabajador se forma un pequeño capital para la vejez...

—¡Bah! En otros países ocurre lo que aquí. Y lo que hace que el obrero moderno sea rebelde y se entregue á la lucha de clase, es la convicción de que, por más que ahorre sacrificando sus necesidades, no saldrá de su miseria. Los progresos le han cerrado el camino. En los tiempos de trabajo rudimentario, de industria doméstica, aún podía soñar con hacerse patrono; podía con sus ahorros adquirir los útiles necesarios y convertir su casa en un pequeño taller. Pero ahora, Pepe, por mucho que ayune un obrero tuyo, amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á ser accionista de tus fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas, con todo el material necesario para la explotación?

—Eso está bien—arguyó Urquiola con acento triunfante.—Este doctor dice á veces cosas muy oportunas. Lo que demuestra que los antiguos tiempos eran los buenos y que, para tranquilidad de todos, hay que volver á la época en que no había progreso y los hombres vivían tranquilos.

Sánchez Morueta miró al joven con unos ojos que alarmaron á doña Cristina, haciéndola temer por su sobrino.

—Eso es una majadería—dijo con calmosa gravedad.—Eso sólo puede decirse á la salida de Deusto. ¡Suprimir el progreso porque trae algunas complicaciones!...

Y aquel hombre siempre silencioso, habló lentamente, pero con gran energía. Era un admirador religioso del capital. Aresti conocía su entusiasmo frío y firme por el dinero, que, puesto en movimiento por los descubrimientos industriales, había revolucionado el mundo. El millonario era á modo de un poeta del capital, y sacudiendo su ensimismamiento, rompió en un himno á aquella fuerza casi sagrada, puesta en manos de contadísimos iniciados. Cierto, que el trabajo, que era un auxiliar indispensable, sufría crisis y miserias, ¿pero por esto había que renegar del progreso, legítimo hijo del capitalismo industrial? La gran revolución moderna era obra de la religión del dinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más ferviente devoto. Utilizando los descubrimientos de la ciencia, había multiplicado los productos, y disminuido su valor, poniéndolos así al alcance de la mayoría, y facilitando su bienestar. El trabajador del presente gozaba de comodidades que no habían conocido los ricos de otros tiempos. El capital al servicio de la industria había civilizado territorios salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo mercados en todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con los rails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los cables telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y otro hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las grandes hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos. Los poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Los reyes de los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos de guerra, cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandes ejércitos, tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultos en sus escritorios. Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultos los verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo á la naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de los capitalistas, silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña de la suerte del mundo. Y lo que más entusiasmaba á Sánchez Morueta, en esta secta oculta de universal poderío, era que sólo á la capacidad le estaba reservado entrar en ella. La jerarquía industrial no era como las dominaciones sacerdotales ó guerreras del pasado, en las que se figuraba sin otro derecho que el nacimiento. El hijo del capitalista, falto de capacidad, era expulsado por los malos negocios, y un nuevo individuo, aprovechando los residuos de su desgracia, venía á iniciarse en la poderosa secta. ¿Dónde encontrar una institución tan grande y poderosa y á la par tan democrática y modesta? ¿Y había locos que pedían la muerte ó la modificación de una fuerza que había transformado la Tierra?...

Aresti protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, las ventajas sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio del trabajo. El capital encontraba remunerados con creces sus servicios. Pero el trabajo ¿veía recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No se encontraba hoy en el mismo estado de miseria que al iniciarse á principios del siglo XIX la gran revolución industrial?

—Eso es un error, Luis—dijo el millonario.—El trabajo está mejor que nunca. La prueba es que en todo el mundo baja considerablemente el interés del capital, mientras sube con las huelgas y las reclamaciones obreras el tipo de los jornales.

—¡Bah!—dijo el doctor con gesto de desprecio.—¡El aumento de unos reales en el jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nada sirven al enfermo, pues al poco tiempo se restablece el fatal equilibrio, aumentándose el precio de los productos, y el trabajador, con más dinero en la mano, se ve tan necesitado como antes. Son cambios de postura, creyendo engañar con ellos á la enfermedad. Al trabajador de nada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en esto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el sitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce."

domingo, 6 de marzo de 2011

Los integrismos vasco y español

[Para reforzar el documento anterior titulado ¡Que ardan todas las patrias, os pongo un estracto de «Los integrismos» de la colección CUADERNOS DEL MUNDO ACTUAL, núm. 87, de Historia 16, escrito por el catedrático de la Complutense Antonio Elorza. Pongo a este autor para demostrar que no solamente recurrimos autores libertarios o marxistas, sino también liberales (y a este autor que le podemos, incluso, considerar como 'antianarquista' reconocido), que llegan a las mismas conclusiones: todo nacionalismo tiene raíces ultramontanas. Como bien reflejamos en el capítulo III.

Nos muestra que el nacionalismo aranista tiene bases racistas, y que coincide, en algunos aspectos (en la defensa de los fueros), con el carlismo español. Hace dos décadas uno de estos componentes de la denominada izquierda abertzale nos recordaba en el parlamento español cuando los reyes castellanos juraban sus añorados fueros vascos, y lo defendía como algo «revolucionario». Últimamente mucha gente de este país, el Estado español o España, me da completamente igual, que se define de «izquierdas» o «socialista» simpatiza con los nacionalismos separatistas o periféricos antepuestos al nacionalismo centralista del Estado español, como algo auténticamente liberador y modernizador. Cuando es lo mismo, sólo que cambian las fronteras de sus respectivas naciones-estado.]

Por Antonio Elorza

Integrismo español

El integrismo cobra carta de naturaleza en España con el Manifiesto Integrista Tradicionalista que hacen público en Madrid, el 27 de junio de 1889, aquellos seguidores del pretendiente carlista que rompieron con él un año antes por considerar que su ideología se había manchado con concesiones al liberalismo. El siglo XIX no es el siglo XVI, había llegado a decir el autoproclamado Carlos VII. Frente a semejante deslizamiento, los integristas reivindicaban un nacionalismo católico que supusiera una ruptura radical con el espíritu del siglo, con el fin de instaurar el reinado de Cristo sobre España.

Es, pues, una doctrina tendente a una sacralización ilimitada de la vida política, en nombre del dominio satánico que representa la secularización propia del liberalismo. Queremos que España —nos dice el Manifiesto— sacuda el yugo y horrible tiranía que con el nombre de derecho nuevo, soberanía nacional y liberalismo la arrancó del justísimo dominio de Dios y la sujetó a la omnipotencia contrahecha del Estado, a la codicia de los partidos, al inquieto vaivén de mudables mayorías, a la esclavitud y servidumbre del hombre al hombre, al estrago moral, desesperada lucha y espantosa libertad (sic) y desenfreno de todos los errores. Contra ese caos infernal de la política del siglo XIX, el único antídoto consistía en instaurar la soberanía social de Jesucristo. En realidad, se trataba de volver a la fórmula de supremacía del Altar sobre el Trono que se escondiera a principios del siglo bajo la fórmula de alianza entre ambos. La Iglesia debía dominar todos los ámbitos de la vida española.

Catolicismo era nacionalismo, libertad de conciencia, extranjerización. El dominio del extranjero produjo en España lluvia de errores y sangre de mártires. El programa cobra aires de sermón apocalíptico, y desemboca lógicamente en un impulso de militarización frente a todas las formas de libertinaje religioso y político. Los soldados decididos del antiliberalismo y enemigos declarados del Estado moderno deberían procurar la restauración de nuestras gloriosas tradiciones, porque en ellas Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera. Como integristas estrictamente tales, la salvación se encuentra en un momento del pasado donde habría tenido lugar ese reinado de Cristo y de la espada del arcángel san Miguel: sería la España de la Reconquista, cuyo empuje se prolonga hasta los reyes católicos y Felipe II. Quisiéramos volver a nuestro siglo de oro.

La revolución liberal había tenido en España a la Iglesia como adversario y la desamortización de las propiedades eclesiásticas fue el contenido socioeconómico del cambio de régimen. Ello explica el papel del integrismo como corriente minoritaria que en una España liberal-conservadora se cierra sobre la nostalgia de una sociedad tradicional idealizada, en la cual pudiesen imperar sin trabas el poder y los intereses católicos, tanto frente a la revolución como frente a cualquier forma de tolerancia o de pluralismo. En los años centrales del siglo, Donoso Cortés había proporcionado algunas de las claves de la construcción ideológica, con el enfrentamiento apocalíptico de los ejércitos de Dios y el pueblo revolucionario, o el llamamiento a una represión realizada por una dictadura militar, pero el cuadro del planteamiento contrarrevolucionario de Donoso era una sociedad moderna, donde precisamente el avance tecnológico hacía posible tanto la difusión del mal como su represión.

En cambio, la línea integrista era anticipada por pensadores secundarios, como Aparisi y Guijarro, con la recuperación de una sociedad cristiana de Antiguo Régimen por objetivo principal. La actitud cobra mayor fuerza en torno a la agitación del Sexenio revolucionario y a la sublevación carlista, para remansarse luego cuando los intereses conservadores parecen bien definidos por Cánovas. No obstante, esa marginación del integrismo será compatible con su eficaz actuación en algunos campos, tales como la aplicación de la doctrina social de la Iglesia, cerrando el paso a cualquier intento de modernización. En el esquema o bosquejo de programa integrista, de 1909, la salida ofrecida a la explotación del obrero no es otra que la resurrección gremial.

Autodefinido entonces como Partido Católico Nacional, el integrismo reivindica la subordinación total del poder político ante el eclesiástico (queremos que el César se humille a Dios), la afirmación de la unidad católica (en el sentido de los Concilios de tiempos visigodos, y de la Reconquista), la supresión de toda libertad individual (libertades de perdición: el liberalismo supone unir Jesús con Belial) y, en fin, la monarquía que fue en España brazo derecho de la Iglesia, azote de la herejía y civilizadora de gentes bárbaras. En suma, el integrismo inscribía su programa dentro de la tradición del isidorianismo político.

Marginal políticamente hasta los años treinta, el integrismo sobrevivía como último reducto desde el cual justificar una contrarrevolución amparada por la Iglesia. No es, pues, erróneo considerar que sus principios triunfaron transitoriamente en el régimen surgido de la sublevación militar de julio de 1936. No tanto porque el general Franco pusiera en práctica en su totalidad el proyecto integrista, cuanto porque asumía su visión de la historia y los planteamientos apocalípticos y arcaizantes que se vinculaban a la misma. La operación quirúrgica que Franco tiene diseñada desde noviembre de 1935 no es solamente una eliminación violenta de los componentes revolucionarios del sistema político español, sino un intento consciente de hacer retroceder varios siglos el reloj de la historia de España. Josep Fontana ha recordado hasta que punto Franco abominaba del siglo XIX español (que nosotros hubiéramos querido borrar de nuestra historia, decía), viendo en el pasado español un prolongado proceso de descomposición que se habría iniciado a fines del siglo XVI.

Cuando hablamos de monarquía —escribe Franco en 1942— la entroncamos con la de los Reyes Católicos, con la de Carlos y Cisneros, o con la del segundo de los Felipes. La explicación del declive español se une a la evocación de las fuerzas misteriosas del mal que actúan para perder a la patria, desde la masonería al comunismo, y la salvación, la reconquista o cruzada tiene como sujeto a una fuerza militar entregada al servicio de la fe. Frente al otro, represión sin límites legales. Quedaban satisfechas las peticiones que formulaban los integristas de la Restauración.

Es el lugarteniente de Franco, Luis Carrero Blanco, quien en los momentos cenitales del régimen desarrolla por extenso esa labor restauradora del nacionalcatolicismo integrista en España. Su libro Las modernas torres de Babel (1956) recuerda cómo el hombre incurrió en el pecado de Luzbel y desde entonces hizo de la historia un museo de horrores (entre ellos, el proceso de Nuremberg, que repugna a la moral más primaria), pudiendo ser salvado únicamente por la intervención de Dios. Todos los ismos modernos son pecaminosos, porque intentan prescindir de Dios para resolver los problemas de los hombres.

Hay, pues, que volver a los Evangelios frente a las dos grandes torres de Babel modernas, el liberalismo, con su secuela, el capitalismo, y el marxismo, estando en el origen de todo la Enciclopedia, que enseñó la citada actitud de prescindir de Dios. Todo ello indica que esas torres de Babel fueron directamente inspiradas por el Diablo. Frente a ellas se encuentra el orden nacido del levantamiento militar, que reconstruye la armonía de la monarquía tradicional española, la de los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II. Una visión de la historia y del mundo que tendría escaso porvenir en España a partir de los años sesenta.

El caso vasco

En su periodo de formación, el nacionalismo vasco es la corriente que dentro del sistema político español acusa de forma más evidente el peso del integrismo. El País Vasco había sido el territorio donde mayor arraigo alcanzaron las fuerzas carlistas y, en consecuencia, donde mayor calado social tuvo el rechazo de la nueva sociedad liberal. En buena medida, el nacionalismo que Sabino Arana proclama en la última década del siglo XIX no es sino una forma extrema de ese enfrentamiento a la modernidad, buscando en el pasado vasco idealizado los soportes para su proyecto político. Como en el caso del integrismo español, será muy intenso el grado de sacralización, ya que el catolicismo y la Iglesia son vistos como los principales baluartes espirituales para impedir una perdición del pueblo vasco, amenaza de la cual la crisis política, tras la pérdida de los fueros, es sólo un aspecto.

Sabino Arana formula una nacionalismo que enlaza con otras corrientes integristas y fundamentalistas por cuanto es una ideología de retroacción, en la cual la confrontación con un presente descrito en términos radicalmente negativos lleva a la reivindicación violenta de una acción heroica (militar) para restaurar un pasado idílico. El mal, en la visión sabiniana, tiene una doble raíz. La pérdida de los fueros, valorados como leyes viejas (situación de independencia) es la plataforma desde la cual tiene lugar la españolización progresiva de la sociedad vasca, a favor de las transformaciones capitalistas que experimenta Vizcaya y los cambios demográficos subsiguientes.

El núcleo vasco amenazado no es únicamente la lengua, sino sobre todo la raza. En este punto Sabino Arana enlaza con los antecedentes profundamente españoles de los estatutos de limpieza de sangre en el Antiguo Régimen. La degeneración se produce en Vizcaya por la contaminación que representa la invasión maketa, la llegada de una raza inferior, de chulos y toreros, y también de liberales y masones, en un marco de dominación política. Por contraste con el penoso espectáculo de la Vizcaya maketizada, Sabino describe la vida de los vascos que cultivan su campo, bailan el aurresku, hablan su lengua y practican su religión, generando de este modo un cúmulo de virtudes. Se trata de un racismo integrista, por cuanto propone el corte radical con la sociedad presente y la reconstrucción, política y cultural, de ese pasado mítico. Además, estamos ante una exigencia fundamentalmente religiosa: los vascos pecan al mantener su dependencia de España. Frente a ello el nacionalismo ofrece la redención: Nosotros para Euzkadi y Euzkadi para Dios.

Casi siempre, la atención al programa nacionalista ha hecho olvidar esa vertiente visceralmente antiliberal y antidemocrática de Arana. Puede servir de ejemplo el artículo que dedica el 5 de octubre de 1902 en La Patria a la muerte de Zola, un texto escrito con la pluma propia de un predicador cavernario. Para Sabino, Zola vivió contemplando con su imaginación imágenes inmundas, alimentando sus sentimientos en el cieno de las más bestiales pasiones. Murió sobre excrementos de perro. Su muerte es la de Judas: Se había hecho ricacho con la entrega de su pluma a los judíos para combatir a Cristo. Y de modo similar a lo que describían los teóricos del franquismo, la masonería ha conquistado casi toda Europa con su tenebroso mecanismo, por contraste con los felices tiempos pasados en que los poderes políticos europeos eran católicos. La masonería es presentada en este sentido como la religión del culto a Lucifer y, como tal, totalmente rechazable.

Tras la muerte del fundador, la historia del nacionalismo vasco ha supuesto una rectificación progresiva de eso planteamientos iniciales tan aristados. Poco a poco, la corriente dominante, hoy representada por el Partido Nacionalista Vasco, fue evolucionando hacia unas posiciones de democracia cristiana, aun cuando no se renunciase a los supuestos míticos ni a la reverencia personal hacia un fundador del que lógicamente se prefiere la exhibición del retrato a la lectura y exégesis de una obra tan cargada de elementos irracionalistas. Paradójicamente, quien heredó el componente integrista fue la tendencia minoritaria, sostenida bajo distintas fórmulas en el siglo por los fieles a la exigencia sabiniana de independencia.

Tanto en su versión aberriana de 1917-1936 como en la de ETA a partir de 1959, la presentación formal de la ideología se hará con una recepción superficial de planteamientos populistas, en el primer caso, y socialistas en el segundo, que permiten a sus portadores criticar, no sólo la acomodación estatutista, sino también el conservadurismo del PNV. Sin embargo, por debajo de las referencias de actualización a Irlanda, Argelia, Cuba o Nicaragua, el maniqueísmo integrista se mantiene, con la satanización de todo cuanto es español, el desprecio por la democracia y el culto a una violencia sacralizada con la meta de esa sociedad idílica, cargada de virtudes tradicionales y de euskaldunidad, que se encontraría al otro lado de la lucha por la independencia. No hace falta creer en Dios para heredar y practicar un fanatismo.

«Los integrismos»
Cuadernos del Mundo Actual, 87.
HISTORIA 16 (1995)
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